Bautizo aciago, por Marcial Fonseca
Twitter: @marcialfonseca
La historia a continuación fue oída de un amigo, perplejo este por el desenlace. Transcurrió en dos poblaciones, una que creció gracias a la creación de la carretera Panamericana en Los Andes venezolanos; la otra nació y se nutrió de las familias que bajaron de los altos hacia las zonas más planas cercanas al piedemonte andino.
En Carache, Trujillo, residía un joven matrimonio: ella, muy agraciada; él, con trabajo nuevo, y ufano porque incluía vehículo y celular de los primeros que llegaron a Venezuela con tecnología GSM, que el populacho identificó como móviles con chips.
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La historia empieza con la costumbre de buscar al menos uno de los padrinos para un bautizo entre los tíos del bautizando. Por ello fue muy natural que un hermano de la joven señora, que vivía en El Empedrado, la escogiera a ella como madrina.
Ella no pudo convencer a su marido para que la acompañara, así que se fue sola para El Empedrado. Llegó a la casa en la mañana del día de la cristianización. Los preparativos estaban en marcha para la reunioncita que habría después de la ceremonia. Partieron para la iglesia. A la hora programada el sacerdote entró al área de la pila bautismal: el evento se tomó casi 30 minutos, cómo era el último del día la familia invitó al oficiante a la pequeña celebración.
Una vez en el hogar se hicieron las presentaciones formales de la madrina y el cura y este sintió un rayo al estrecharle la mano, deslumbrado por la sencillez de su garbo. Y las pasiones instintivas que en él debían estar latentes para siempre empezaron a tejer una red non sancta alrededor de ella y esta respondió. La joven señora se comunicó con su esposo para quedarse varios días más. Ella cedía a los avances y finalmente él llegó al sur de su garganta.
Luego de una semana, la madrina regresó a su hogar y a los días empezó a inventar dolencias para ausentarse a Valera, y hasta allá llegaba el sacerdote. El esposo notó las ausencias seguidas, y sobre todo que ella siempre estaba pendiente del celular, usaba la excusa de que no tenía sueño y se quedaba viendo televisión hasta tarde; lo que le servía para textearse con el cura.
Una noche el esposo retiró el chip del móvil de su mujer y lo introdujo en el suyo, así descubrió toda una historia de amor. La arrechera fue grande y más porque no tenía idea de quién era el hombre, aunque tuvo que haberlo conocido en el bautizo. Regresó el chip al móvil de ella y buscó la manera de descubrir quién había mancillado su honor.
El marido pasó varias semanas de incertidumbre, sin saber qué hacer o cómo actuar. Pero le quedó claro que debía matar al amante. Se acordó de un amigo de infancia que se maleó en el camino, inclusive ya tenía una pasantía por Tocuyito, no por el asesinato que cometió: tuvo la habilidad de convencer al juez de que había sido su compañero, muerto este en el intercambio que hubo con el dueño de la joyería que estaban asaltando, el que disparó contra el joyero. Decidió contactarlo, a pesar de que había oído que se había convertido. Fue directo, le explicó lo que le estaba haciendo su mujer y le preguntó si él sería capaz de matar al hijo de puta que ella conoció en El Empedrado. La respuesta fue la esperada.
«Mira, yo adoro a mi diosito para que me ayude a vivir la vida que me tocó vivir. Y claro que le echo bolas, dime dónde me lo pondrás y ahí te le doy el pasaje», dijo.
Luego de discutir cómo lo harían, el amigo le aconsejó que volviera a sacarle el chip, y que haciéndose pasar por ella, invitara al carajo a verse en un sitio cómodo y sin problemas para darle plomo. Y había que buscar una manera de identificarlo.
Y así lo hizo, retiró el chip y lo retuvo por varios días; la esposa estuvo muy ansiosa porque no sabía qué problemas tenía su móvil. El amante cayó en la trampa. El cornudo lo invitó a que se vieran en Cuicas, el cura preguntó si no estaba muy cerca de su casa; él le contestó que su marido estaría de curso en Valera por cinco días. Le pidió que se pusiera el blue jean y la chemise beige del pingüino, que le lucían muy bien. Esto le dolió, lo había dicho ella en uno de los mensajes texto, pero su amigo necesitaba una manera de identificarlo.
Para el día acordado, Rasec, que así se llamaba el amigo, estaba en la plaza esperando al amante. Oye que lo llaman.
–Rasec, ¿cómo estás?; me alegra verte.
–Hola, padre. ¿Y qué hace usted aquí?, ¿ya no es capellán del Tocuyito?
–No, tengo tres años encargado de la iglesia de El Empedrado y estoy por acá en un asunto… un asunto familiar.
Rasec se quedó mudo, no sabía qué hacer y se dio cuenta de que el atuendo era blue jean y chemise crema. Lo pensó bien y se sinceró con el sacerdote, después de todo fue él quien lo metió en los cursillos de cristiandad cuando estuvo preso. No lo mataría, pero que se olvidara de la mujer de su amigo.
El pecado venéreo se acabó; pero por divorcio.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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