Caen las máscaras, por Teodoro Petkoff
Fiestas fastuosas, costosas y rebosantes de cursilería —de a varias por semana—; brutales formas de discriminación política en la industria petrolera —no por repetidas menos odiosas—; la inusual franqueza del alto ejecutivo petrolero Luis Vierma, desnudando el desastre de la “nueva Pdvsa” ; el canto del cisne del general Baduel: todo en una semana constituyó un verdadero deslave informativo acerca del rumbo que lleva el socialismo del siglo XXI y acerca de los alcances autodestructivos del “efecto Chacumbele”.
Lo de Sincor no es un fenómeno casual ni aislado; no es una iniciativa personal, atribuible al celo policial e inquisitorial del tal Jesús Ochoa, gerente de Recursos “Humanos” de la empresa. Desde luego que si se le dio la tarea de actuar como verdugo de sus compañeros de trabajo no debe ser porque es un angelito serenado. Pero esto es irrelevante. Todo régimen represivo siempre encuentra sus perros de presa. Esto no lo exculpa ni atenúa su responsabilidad individual, pero ese gerente obedece y aplica una línea, una concepción represiva diseñada en las altas esferas del gobierno —ni siquiera en las de Pdvsa—, allí donde se cocinan los instrumentos para el control social y político de la población. Las preguntas a que son sometidos los trabajadores, la canallesca clasificación en “aptos” y “no aptos”, con base en un baremo puramente político, dejan como un cuento de hadas aquella inefable “carnetocracia” adeco-copeyana de otros tiempos. Ahora estamos en presencia de una mecánica siniestra, de un “procedimiento operativo vigente” —para usar la jerga castrense—, adelantado con fría e implacable determinación, para quebrar la voluntad de la población, para avasallarla, desde una perspectiva totalitaria.
Esto no es viveza criolla sino la institucionalización del ghetto político donde se quiere meter a los adversarios.
Estamos ante una política de Estado. Quien se opone al gobierno pierde sus derechos, es transformado en una no-persona. Por esto es que es imposible no pensar en la “asesoría” cubano-fidelista.
La otra cara de la moneda es la juerga permanente. Los nuevos ricos surgidos de la corrupción, de los negocios sucios, de la utilización de las palancas del poder para robar, se dedican a imitar simiescamente los hábitos y costumbres que alguna vez, algunos de ellos, denunciaron en “los ricos”. Mientras los jesúsochoas y otros sujetos “aptos” para el trabajo inquisitorial hacen lo suyo, los josévicentes y pedrocarreños se divierten. Pero no a la manera modesta que cabría suponer en atentos oyentes de «Aló, Presidente» —desde donde se vierten espesos chorros de moralina revolucionaria—, sino a la manera caricaturesca del más balurdo sifrinismo. Son patéticos y, en el fondo, más que indignación, lo que inspiran es desprecio.
Las máscaras están cayendo. Esto es un interminable miércoles de ceniza, pero no para la contrición sino para que todos puedan ver la faz repugnante del poder por el poder.