Carta a la diáspora venezolana, por Laureano Márquez P.

Queridos paisanos:
Dirigirles un mensaje esperanzador, en estos tiempos, no es un asunto sencillo. Detrás de cada compatriota al que le ha tocado ausentarse de su tierra, de sus afectos y, en definitiva, de la odisea de su vida se tejen numerosas historias conmovedoras y circunstancias íntimas de diversa naturaleza. El término diáspora alude a dispersión, a lejanía de todo aquello que constituye la esencia de lo que se es. El sentimiento que mejor la expresa es el de la nostalgia.
La palabra nostalgia suele definirse como «la tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida». Es que la reminiscencia de esos primeros años de infancia y primera juventud en los que se forjó nuestro carácter, del lugar en el que dichos años transcurrieron, de los amigos, de los seres queridos dejados atrás, de nuestro clima y hasta de los objetos personales que compartieron nuestra cotidianidad, en fin, la reminiscencia de todo aquello que conforma nuestra historia personal produce en nuestra alma un dolor extraño, difícil de explicar, porque, traídos nuevamente a la memoria, prevalecen nuestros momentos felices. En griego, el sufijo algia de la palabra «nostalgia» alude al dolor provocado por algún motivo concreto; de allí «neuralgia», «lumbalgia» y tantos otros dolores físicos.
Así pues, el primer cometido de quien ha tenido que alejarse de su hogar es el de sobrellevar dignamente la nostalgia, lidiar con el dolor de la ausencia de todo lo querido y familiar sin que sea un obstáculo para el nuevo trajinar. Expresiones como: «comenzar de nuevo», «reinventarse» y hasta el tecnológico «reiniciarse» se vuelven habituales entre gentes que cambian de lugar, de oficio, de proyecto vital. Es un proceso que no rompe con la historia personal de cada uno, sino que constituye una manera de reforzarla, porque un ser humano es la sumatoria de todo lo que ha sido, un despliegue de potencialidades que, de alguna manera, estaban allí dormidas, que el tránsito por nuevas latitudes hace despertar y de las que, probablemente, esa persona ni siquiera había caído en cuenta.
Muchas son las maneras de emigrar. Hay quien rompe con todo su pasado y adopta el carácter y modo de ser de su nuevo rumbo, incluyendo las formas del habla, del sitio de acogida, ocultando la propia o el idioma, abandonando el materno, como si su origen lo avergonzara o como si un «nuevo comienzo» implicase la negación de todo su pasado.
En el caso de los venezolanos, lo más usual es que la identidad se afiance. En su poema Para una versión del I King, nos dice Borges: «Nuestra vida
es la senda futura y recorrida. Nada nos dice adiós. Nada nos deja». Nuestro equipaje es nuestra propia historia y, en la distancia, la esencia de lo que somos se reafirma.
Muchas veces, como diría Aquiles Nazoa, nos reencontramos en las cosas más sencillas que otrora lucían carentes de importancia y hoy nos definen: un viejo budare, el centro de mesa que tejió la abuela, los viejos retratos de cuando las fotografías tenían importancia, un cuaderno con la receta de la hallaca materna, la bandera que transitó las calles y tantas otras cosas que lo que terminan es confirmando la idea de que, cuando un venezolano emigra, se lleva su país en el corazón.
En cada venezolano repartido por el mundo habita la identidad de todo un pueblo. Por ello, entre otras razones de índole moral y espiritual, es menester ser bueno, ser la mejor versión de lo que somos allí donde nos hallemos, porque, además del cuidado del propio prestigio, está en juego el de nuestra patria.
Que la gente de otros lugares diga que los venezolanos son honestos, trabajadores, creativos, buenas personas y gente confiable hace un bien invalorable a la imagen del país, como daño causa que se diga lo contrario. Así, cada compatriota disperso por el mundo ha de considerarse embajador de su tierra, imagen de su pueblo y exponente de los valores de la identidad nacional.
Bueno es recordar y seguir el ejemplo de las gentes llegadas a Venezuela de otras latitudes en otros tiempos: cómo guardaron con celo sus tradiciones y las hicieron parte de las nuestras, especialmente en el terreno de la gastronomía; cómo se incorporaron al quehacer académico y cultural del país; cómo enseñaron su idioma a los hijos; cómo fundaron casas para el encuentro con sus paisanos y cómo guardaron sus papeles de origen por un porsia. Fueron esos los documentos que permitieron a sus hijos, luego, cuando la historia cambió, emigrar legalmente a la tierra de sus padres.
Por eso siempre recomiendo a nuestros paisanos guardar con celo pasaportes y partidas, porque la tortilla de la historia se voltea con frecuencia y quién quita que en un futuro permitan a sus hijos o nietos volver a construir su destino en una tierra de progreso, esperanza y libertad, como hicieron sus padres o abuelos.
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El otro vocablo griego presente en la palabra nostalgia es nostos, que significa regreso. En la literatura clásica, se asocia al viaje de vuelta de Odiseo a su Ítaca natal, luego de largo exilio. La idea de la vuelta a la patria, anhelada en la distancia, está siempre presente en quien emigra: pasar los últimos años, como Odiseo, allí, donde se aprendió a vivir. «Quien se aleja de su casa ya ha vuelto», nos dice Borges en el citado poema. De modo que emigrar, aunque no lo parezca, es también un largo viaje de vuelta a casa, a nuestra Ítaca, a la que quizá hallemos pobre, como dice Kavafis en su poema, pero eso nada importa para quien retorna pleno de aventuras y vivencias, ya que: «Sabio como te has hecho, tan pleno de experiencia, habrás entendido lo que significan las ítacas».
Laureano Márquez P. es humorista y politólogo, egresado de la UCV.