Carta de amor a Teodoro Petkoff, por Laura Weffer
Cada vez que Teodoro llegaba con su camisa de lino rosada maiot (fue necesario buscar el color exacto en una paleta de colores) sabíamos que sería un buen día. La redacción de TalCual era un kindergarten para Petkoff y los periodistas éramos sus “pitoquitos”. Un experimento permanente en el que la máquina de creatividad se encendía con el vozarrón del jefe; que por cierto es solo una fachada aterradora y ruidosa de su inagotable generosidad.
Trabajar -que en realidad se lee aprender-con Teodoro fue un privilegio que me dio la vida después de que creí haber tenido a los mejores mentores del mundo. Desde el inicio me arropó su ala protectora que abarcaba nuestra afinidad ideológica, nuestro amor por la verdad y hasta una que otra infidencia romántica que, en medio de un despecho, me tocó compartir con él.
Para todas estas situaciones siempre tenía la misma respuesta luminosa. No era única, pero era tan inteligente, tan sabia y tan clara que parecía obvia y fundamental. Entrábamos a su oficina como quien entra a conversar con el barman de confianza. Y nos poníamos en sus manos: alguna vez salíamos con un regaño tan fuerte como un martini puro; otras nos ofrecía un consejo tan suave como un roncito y hasta una piña colada nos brindaba con palabras edulcoradas, cuando efectivamente lo necesitábamos.
La única vez que me dieron un derechazo en la quijada fue por él. Estábamos en la alcaldía de Caracas, en medio de una lluvia de bombas lacrimógenas y perdigones, no recuerdo el año. Ese día se me había olvidado quitarme el carnet. Un tipo, que con el tiempo supe que era conocido bajo el seudónimo de Posorolo, se me acercó y me preguntó si yo trabajaba con Teodoro. Le dije que sí. Él empezó a decir una serie de improperios que no vale la pena recordar, acto seguido sacó su mano derecha y sin demasiada gracia, la estampó contra mi rostro. Yo ni me tambaleé (he de confesar que era bien bajito). Logré escapar y cuando llegué a la oficina, fui testigo de la furia guerrillera de Teodoro. No podía concebir que alguien, nadie, agrediera a sus periodistas. A sus cómplices diarios. Fue un golpe que me dejó muda por una semana, adolorida pero con ganas de hablar más. Como ocurre con la censura.
Hay historias épicas de quién fue Petkoff. Cómo se escapó de la cárcel, cómo es un intelectual de importancia mundial, cómo levantó un medio faro entre tanta censura, de su candidatura presidencial, de su paso por el ministerio, de su valentía legendaria y de su genio absoluto.
Pero hoy, además de celebrar esa historia patria, me provoca celebrarlo a él. Hace mucho tiempo le debo estas letras que realmente no son nada, sino una rendida declaración de amor y admiración.
Hay por ahí unos pobres burócratas que “decretaron” la “muerte civil” de Teodoro. ¡Pero qué estupidez! ¿Cómo se les ocurre que con una sentencia ridícula pueden aniquilar a uno de los ciudadanos más importantes del país, del mundo? Nada les gustaría más, pues él representa lo que jamás podrán ser: La libertad, la inteligencia y la decencia. Todo lo que lo convirtió en un ejemplo irrefutable de lo que podríamos aspirar
También estoy consciente de que habrá más de uno que alzará su voz en contra de Petkoff. Traerán a colación viejas historias, reconcomios con telarañas y una que otra queja con sentido; pero la verdad es que eso también es parte de la estela que deja una figura controvertida. Ese es parte del encanto.
A Teo no le gusta celebrar su cumpleaños; su querida Azucena siempre nos lo recordaba; pero este artículo no se trata de recordar un día en particular; sino su vida. Completa y con todos sus días. Y agradecer, siempre, haber podido ser parte de ella, aunque ya no estemos juntos. Igual hasta el fin de los tiempos, seremos sus pitoquitos y TalCual será nuestro hogar.
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