Cinismo del siglo XXI, por Teodoro Petkoff
La semana próxima haremos conocer de nuestros lectores los pormenores de una boda en La Lagunita, cuyo padrino fue José Vicente Rangel, en la cual el derroche, la ostentación obscena de la riqueza y la vulgaridad del nuevo-riquismo, autorizan unas reflexiones sobre el violento y acelerado proceso de descomposición ética y moral de la élite chavista.
No era lo mismo ser ladrón y abofetear con la fortuna malhabida la cara de los venezolanos en tiempos de Gómez, que ser corrupto con Chávez y echárselo en cara a los venezolanos, en particular a los propios partidarios, con el desparpajo y la desvergüenza con que lo hace la élite política “revolucionaria” y sus cómplices de la boliburguesía.
La diferencia es que Gómez y los suyos robaban pero no nos instruían permanentemente con eso de que ser rico es malo, que hay que repartir entre los pobres lo que a uno le sobre y todas esas zarandajas que Chávez pone en órbita cada vez que le da por vestir la túnica de profeta bíblico y vocear sus estrambóticos delirios sobre lo que cree es el socialismo.
El discurso de Chacumbele va por un lado y la conducta de sus acólitos va por otro. La segunda hace sonar hueco e hipócrita el primero. El chavismo se ha descompuesto moralmente con una rapidez despampanante.
Apenas ocho años han bastado para crear una casta gobernante corrompida, voraz y fatua, para la cual la austeridad y sobriedad que cabría esperar de quienes se presentan como transformadores de la sociedad capitalista, son puro gamelote. Nadie serio sostiene esas ideas estúpidas de que el revolucionario debe andar con el fundillo roto, pero la persona misma del revolucionario es un medio y si ese medio está envilecido, si su conducta niega los fines que se persiguen, estos quedan completamente desnaturalizados. Un revolucionario no debe enriquecerse robando al Estado ni haciendo negocios sucios con los capitalistas. La ostentación de su riqueza insulta la miseria de millones de sus compatriotas a los cuales dice querer redimir. El drama no es tanto la pobreza, en sí misma, como el contraste entre esta y la riqueza, la brecha abismal entre los que “tienen” y los que “no tienen”.
Pero ese contraste se hace particularmente odioso cuando en el polo de los grandes ricachones pululan los que se dicen redentores de los pobres. Entonces, la denuncia de la injusticia social no pasa de ser una farsa grotesca.
Cuando pensamos en algunos amigos chavistas cuya fe de cruzados revolucionarios nos resulta muy respetable, cuando pensamos en esos activistas sociales que se desloman en las barriadas, pero luego leemos sobre los ríos de champaña que corrieron en la fiesta de La Lagunita, sobre los millones de bolívares que se gastaron en fuegos artificiales, sobre los ridículos baños VIP, sobre las heliogabálicas mesas de “comida de los cinco continentes” y sobre la infinita cursilería de todo el ágape, nos preguntamos qué tiene que ver todo esto con la prédica socializante. El pueblo chavista está siendo víctima de una estafa moral de colosales proporciones. ¡Qué revolución ni qué nada; aquí lo que hay es una pandilla de fariseos raspando la olla, burlándose cínicamente de la confianza y la fe de un pueblo todavía expectante!