Clara de nombre, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Clara de nombre; más clara por su vida y clarísima por su muerte.
Fray Tomasso de Celano,
Legenda S. Clarae virginis, c. 1255.
Cada mañana, la ruta que lleva a ese templo del dolor venezolano que es mi hospital me va mostrando las muchas expresiones cotidianas del infierno en el que nos hemos convertido. Mil y una son las formas en las que ha venido a instalarse entre nosotros el mal, algunas incluso no sin brillo y hasta de belleza.
Es así como el lujo más exultante y dispendioso se pasea en camioneta «de alta gama» frente al que hurga entre basurales buscando qué comer, con frecuencia precedido por pistoleros —los llamados «escoltas»— que, abordo de costosas motocicletas, espetan su poder al cruzarse con quien en brazos lleva al hijo enfermo o se planta en interminable fila a la espera del transporte que lo acerque a su casa tras un día de maltratos y sinsabores y con la sola protección de una mascarilla hecha flecos.
Banalización total del mal, diría la gran Hanna Arendt, que trepa libre por las ramas secas del país que fuimos y va colgando de ellas a las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales y de la represión «quirúrgica» del Estado, a los presos políticos y de conciencia, a los exiliados y a los desaparecidos, esta última una invención atribuida a los siniestros milicos sureños y que la represión venezolana restauró.
Maldad pura y dura expresada también en la miseria integral de estas pobres gentes que aquí se agolpan antes del amanecer para «agarrar número» y concertar una imposible cita médica; saña implacable que extiende su largo brazo hasta alcanzar a los que a estas mismas horas atraviesan a pie algún remoto páramo andino para llegar a Lima o Santiago, que bogan a bordo de un frágil peñero para alcanzar las costas de Trinidad o Aruba o se lanzan «de mojados» al río Bravo, apostándole la vida al «sueño americano» que les mostraron en las series de televisión captadas por las antenas de Directv; esos platos metálicos que junto al tanque de plástico azul se convirtieron en los más constantes acompañantes del techo de zinc en el barrio pobre venezolano.
Crueldad que se expresa, más allá todavía, en los que necesariamente quedaron atrás; abuelos, padres, parejas e incluso niños pequeños, cuyos ojos es posible que jamás vuelvan a ver al que se marchó lejos a buscarse la vida dejándoles la promesa de un regreso que quizás nunca ocurra.
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Así de horridos debieron ser los tiempos del duecento italiano en aquella Umbría dividida por las tensiones entre los güelfos del papado y los gibelinos del sacro emperador germánico. Tiempos de traiciones, de crímenes monstruosos, de puglios asestados por la espalda en alguna callejuela y de pociones venenosas vertidas entre halagos y sonrisas fingidas en la copa de la inadvertida víctima. A todo aquel aquelarre de pasiones y de odios escapó la bella Chiara la noche del Domingo de Ramos de 1212, cuando vestida aún con las aristocráticas galas de la familia Offreduccio corrió a tocar la puerta de la Porciúncula, donde vivía el santo de Asís. «¿Qué buscas aquí?», le preguntó extrañado Francisco. A lo que ella respondió: «Busco a Dios». Fue así como Chiara Favarone de Offreduccio dejó de serlo para convertirse en Santa Clara, tu patrona y guía.
¿A qué puerta puede llamar alguien buscando al Padre en este reino de la infamia en el que se ha convertido Venezuela?
En medio de la crápula social venezolana, de la connivencia con el «enchufe» elevada a verdadero modelo de conducta por empresarios, políticos y medios en tiempos en los que toda decencia ha quedado reducida a objeto de culto para pendejos, ¿dónde ir al encuentro de Dios? Insisto en creer que en algún rincón de este olvidado hospital sea posible trazar de su huella. Por eso vengo todos los días a desandar sus salas y pasillos, buscándolo aunque solo encuentre pabellones plenos de rostros doloridos. ¿Será entonces que el Señor se ha hecho carne en estos sufrientes, en sus cuerpos llenos de úlceras? ¿Es que acaso acabó aquerenciándose en estos pobres enfermos de aliento urente, perforados como están sus cuerpos por tubos y sondas, cubierta la piel de hematomas y de heridas infectas? ¿Se acordará alguien de estos infelices allá lejos, en las pulquérrimas oficinas de Oslo o alrededor de las espléndidas mesas a ser servidas en Chapultepec? ¿Acaso pierde el sueño pensando en los males de esta pobre gente algún afortunado de esos que agita con la aceituna su martini en glamorosas noches en medio de salones vintage del Hotel Humboldt, desde cuyos grandes ventanales podrá asomarse cómodamente a contemplar desde lo lejos el drama que acontece en este valle de lágrimas que es Caracas?
«Nos convertimos en lo que amamos y lo que amamos moldea aquello en lo que nos convertimos», decía Clara de Asís. Creo firmemente en ello. Así como uno se convierte en aquello que ama, lo amado va tallándolo a uno a cincelazos. Yo amo esto y en esto que aquí ves –este hospital, su dolor y sus dramas– me he ido convirtiendo. A quien busco está aquí, lo sé. Encontrarlo es ahora cosa mía.
En estos días —el 11 de agosto, según el Vetus Ordo— celebramos la memoria de tu venerada Clara, la santa de Asís. Que su brillo alumbre para ti en estos tiempos de oscuridad tupida; tan tupida como la de aquella noche de 1241 cuando tu santa, alzando el ostensorio con el Santísimo Sacramento, salió a plantarle cara a los sarracenos que asediaban Asís haciéndoles retroceder ante su luz.
Luz clarísima aquella, tan clara como tú.
Que ella te guie siempre.
A diario oro por ello.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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