Coco y la rosa eterna de la memoria venezolana, por Rafael A. Sanabria M.
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Coco es una película que nos llegó al alma en los pueblos y ciudades de Venezuela porque, sin querer queriendo, nos mostró un espejo de nuestras propias tradiciones. Es cierto que la Tierra de los Muertos de Pixar está llena de cempasúchil y alebrijes mexicanos, pero el corazón de esa historia, el que late al ritmo de un «Recuérdame», es el mismo que mueve a cada venezolano cada 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos.
Para nosotros, en cualquier rincón del país, esta fecha no es solo luto; es una peregrinación de amor práctico. Mucho antes del amanecer, las familias se preparan para tomar el camino al cementerio. No vamos con las manos vacías. Llevamos el agua para limpiar el polvo del tiempo, la pintura para retocar el nombre que se borra y, lo más importante, las flores. Arreglos humildes, a veces solo lirios o cayenas del patio, pero colocados con una devoción que grita: «Aún te recuerdo, aún te honro».
La película nos enseña que la verdadera muerte llega con el olvido. Y esa es la lección que hemos aprendido de generación en generación. Para que nuestros deudos sigan «vivos» al otro lado, encendemos nuestras velas y velones, pequeños faros de cera que, según la fe, les iluminan el camino. A la luz de esas flamas, se juntan tíos, primos y hermanos. Se reza el Rosario en voz baja, se elevan los responsos, y si la iglesia lo permite, se organiza una misa campal que llena de fe el cementerio entero.
Lo que distingue nuestra tradición, y lo que Coco capta tan bien, es la alegría de la continuidad. Hay lágrimas, claro, por la ausencia del ser querido, pero también hay risas al recordar el chiste del abuelo o la terquedad de la abuela. El cementerio, por un día, se convierte en un punto de encuentro donde los vivos celebran el legado de quienes partieron. Es un día de fiesta solemne en honor a la memoria.
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La guitarra de Miguel en la película lucha por el poder de la música para mantener viva a su bisabuela. En nuestros pueblos y ciudades, esa lucha se da con oración, mantenimiento y devoción. Cada rosa colocada, cada tumba limpia, cada anécdota contada, es una estrofa de nuestro «Recuérdame» criollo. Demostramos así que, en la tierra de Bolívar, el amor por los que se fueron es una tradición inquebrantable, una rosa que florece cada año en la memoria colectiva, asegurando que nadie, absolutamente nadie, caiga en el olvido.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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