Cosa de chinos, por Gustavo J. Villasmil Prieto

Aquel enero gélido de 2020 había llegado para mí cargado de una tristeza espesa, de esas que llegan a extraer de uno hasta el último hálito de voluntad y de valor. Pero había que ir, darle vida a aquel libro que había escrito y que me valía más por su significado más íntimo que por sus luces, por demás modestas. «Escribir un libro», me dijo una vez alguien, «es la única oportunidad que tiene un varón de ser madre: a tu libro lo concibes, lo gestas, lo pares y al final –te guste o n0– te lo “calas”». Había legado el turno para mí en aquella ciudad oscura y gótica que me recibía indiferente, llena de gentes distantes para las que ni mi manuscrito ni yo podíamos tener la menor relevancia.
Y era lógico: ¿qué tenía que hacer ningún catalán de estos, de estampa engreída y habla tan engolada, con las miserias de un venezolano que caminaba arrastrando los pies por Sant Jaume llevando bajo el brazo los legajos del libro que había escrito desde su cubículo del Hospital Universitario? Cumplido el cometido editorial, tocaba regresar.
A bordo de los vagones del metro de Barcelona no se hablaba sino de aquello: «es otra gripe más, cosa de chinos». Reconozco que de momento pensé lo mismo. Hasta se lo escuché decir a don Iñaki Gabilondo por la TVE.
Pero todo aquel vagón lleno de gente – incluido yo mismo- estábamos equivocados: pronto descubriríamos que aquello no era ni una gripe más ni «cosa de chinos» sino el preludio de la más grande epidemia vista en el mundo en cien años.
Epidemia que avanzaba silenciosa ante los ojos de todos con cada Airbus que arriaba a una ciudad europea con su carga de gente tosiendo, afiebrada y manando mocos. «Cosa de chinos», insistían en decir, mientras miraban sus televisores atentos a los resultados de la Liga. «Eso está muy lejos», me dije entonces, mientras hacía maletas para volver a casa. Porque con la mirada vertida hacia adentro, en medio de un dolor que no estaba dispuesto a compartir, hasta la mayor estupidez proferida en rancio catalán me era suficiente.
Hasta que llegó el día. 13 de marzo de 2020. El «caso cero» en Venezuela de la ya para entonces nombrada covid-19. Aquella lejana enfermedad «de chinos» estaba entre nosotros. Reconozco que hasta el último momento me resistí a la idea de que o fuera sino una virosis más, pero no. Se trataba de otro virus, de otra biología. Recordé a aquel epidemiólogo taiwanés que había conocido en Taipei años atrás, a principios de los 2000, el hombre que había manejado la epidemia local del primer SARS-CoV: «pronto vendrá otra, aún más grande. Y no habrá «bala de plata» que nos sirva», me dijo. No se equivocó el hombre: la «grande» había llegado. Esta era.
Días largos y espesos los que siguieron, vistiendo el hábito verde de cirujano con la cabeza metida en una escafandra de plástico y las manos rotas a fuerza de lavarlas una y otra vez con alcohol. Días de soledad y de aislamiento, de escuchar la misa por internet y bendecir a los hijos desde una ventana.
Días de hambre sobrellevada, de malas nuevas comunicadas por teléfono y del más indescriptible miedo cada vez que algún colega compañero de guardia le decía al otro: «pana, tengo fiebre». Mejor no entrar a relatar en detalle lo que fueron. A un lustro de aquello aún echamos en falta todo lo que perdimos: esfuerzos de años, proyectos y sueños entrañables, el futuro mismo de toda una generación. Y los rostros: rostros amados de tantos a los que jamás volveremos a ver. 650 colegas míos entre ellos, algunos amigos de toda la vida. Y las voces: voces de tantos a los que – vivos o muertos- más nunca volvimos a oír.
Días de pulmones pétreos incapaces de aspirar una bocanada de aire y de toques de queda decretados en un país en el que el que puede vive del «diario», con el estado deshilachándose en ministros y generales corriendo a meterse en sus casas y «enchufados» celebrando fiestas mientras cientos de venezolanos clamaban al menos por un catre para bienmorir. Tiempo terrible de gente expirando sola «bajo la cúpula del Poliedro» y de gentuza de la peor calaña amasando ganancias en el mercado de desesperados demandantes de vacunas, antivíricos y test de cadena de polimerasa.
La pandemia de covid-19 develó la cara del mundo que realmente éramos, con el 90 por ciento de la población en más de 70 países sin acceso a la vacuna en 2021 mientras que en las neveras de los más desarrollados había reservas para vacunar a las suyas hasta cinco veces. Como develó también un orden internacional degradado a marioneta de los grandes poderes del orbe y el surgimiento por doquier de políticas conculcadoras de las libertades civiles en nombre de la seguridad de estado.
Cinco años y ocho millones de muertos después nos preguntamos si algo aprendimos de tan terrible pandemia, si sobrevivimos a ella siendo mejores o si, por el contrario, seguimos siendo los mismos o quizás – como lo presiento– un poco peores.
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Me he vuelto a recordar caminando patosamente a tomar el metro rumbo al Prat de Llobregat sin importarle yo a nadie. La tristeza de un hombre es suya y de nadie más. No se comparte ni se airea, se calla virilmente. Anunciaba la voz del parlante el arribo al aeropuerto y las puertas de «sortida» cuando justo detrás de mí, en aquella lengua que me sonaba como un mal francés, dos mujeres comentaban entre sí: «¿la peste esa que va por allí? ¡Bah, cosa de chinos!».
Eso mismo pensé entonces para mí: que aquello no sería sino «cosa de chinos”.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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