Crónicas del hambre, por Heisy Mejías
Twitter e Instagram: @HeisyVisionaria
Es sábado en la ciudad de Caracas. El día amaneció cálido. La atmósfera es de algarabía, como todos los fines de semana. La gente se alegra con la llegada del viernes. El cuerpo lo sabe, las licorerías también. Silvana mira desde el piso 9 con indiferencia. Desde las alturas ve a la gente subiendo y bajando la calle, entrando y saliendo, vendiendo y comprando. Con sus 72 años aún le cuesta entender las dinámicas de la economía –¿Qué es eso de la inflación; que mis ahorros valen menos de la mitad, que mi pensión no alcanza para nada?– Sigue viendo a la gente que camina de forma acelerada. Es la costumbre en este lugar.
La vida se corre como si fuera un maratón ¡72 años! A esa edad va a morir Silvana, en su cocina, frente a la nevera. Tiene horas sentada en su lugar preferido. Observa las puertas de la alacena, de las gavetas, las abre por mera curiosidad; solo hay sal. El refrigerador guarda un poco de hielo, un limón seco, algún alimento podrido. Nada más. Era blanca, casi amarilla por el paso del tiempo pero allí está, funcionando, seguramente mejor que todo el cuerpo de Silvana. La nevera enciende la luz cuando se abre, se apaga si se cierra, hace hielo y se enfría como debe ser. Es una lástima que nada la aproveche.
La pobre vieja tiene las carnes adheridas al hueso. Se le nota la clavícula, es lo que más asombra a primera vista, pero también se nota que su ropa es mucho más ancha que ella y que hace unos cuantos años que el closet no recibe nada nuevo. Los vecinos han notado el cambio. Silvana y su hermano cada vez se ven más deteriorados. La mirada se les pierde en los objetos, la energía se agota en el caminar, lo cabizbajo se descubre en el hablar –¡Gracias Martina por las lentejas!– y con vergüenza cierra la puerta para devorar el plato junto a Rafaelo. Él es mayor por un año. Ya no pelea a estas alturas de la vida, él espera con parsimonia el fin. No se afana en las cosas, en cambio duerme más, porque sabe que tarde o temprano llegará su hora.
Todos lo saben, los vecinos, el alcalde, el país y hasta la OMS. Todos saben que Silvana y Rafaelo morirán de inanición, están en las estadísticas, están en los números, en los miles de papeles que guardan los burós.
¿Cuál es el último pensamiento de un muerto de hambre?, ¿la comida, la familia, la soledad, los años? Qué pensaba Silvana en la cocina mientras esperaba su último suspiro ¿La infancia? ¿La canción del arroz con leche? ¿Los dulces de la madre, las hallacas de diciembre, la arepa que irreductiblemente la forjó como venezolana? ¿Las grandes compras de otros tiempos, la añoranza del sabor de la carne, un pedacito de queso? ¿Qué?
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O pensará más bien en asuntos políticos. ¿Por qué tanta pobreza, por qué hay petróleo y no comida, por qué la pensión es insuficiente, por qué unos tienen más que otros, por qué beben los fines de semana con la nevera vacía, por qué el Caribe, por qué Venezuela, por qué no otro país a dónde emigran los que no sirven para nada, por qué la edad y por qué el trabajo arduo de toda una vida… ¿y por qué esa pensión que alcanza a duras penas para un par de paquetes de harina pan?
Ella murió en la cocina, minutos antes pensaba en asuntos politiqueros, se dijo a sí misma: Es más fácil talar árboles para hacer hojas, dónde están nuestros nombres con la talla y el peso que sembrar alimentos para todos. Se despidió de la luz matutina y de ese día caluroso en su ancha bata. Su mirada quedó fija en la estufa. Posiblemente imaginaba el banquete que haría en el cielo. Saldría al supermercado de algún santo de la comida y allí compraría los ingredientes para las hallacas porque falta un mes para la Navidad. Debe tener todo listo para la cena familiar.
Rafaelo sintió en el pecho la ausencia del ruido. Despertó inerte en su cama y llamó con las pocas fuerzas que le quedaban a su hermana. Nadie contestó. Volvió a llamar y nuevamente escuchó un silencio abrumador. Quiso dormir pero el vacío en la barriga no lo dejaba. Tenía hambre. Veía al techo y a las paredes desgastadas y volvió a sentir hambre. Hizo una última oración. Le dijo a algún dios en el techo: Si te la llevaste, también llévame a mí. El domingo un altísimo se lo llevó, o el fantasma de su hermana. Ambos salieron de las ventanas a los cielos para hacer mercado. Fue una alegría para los dos al fin poder comprar lo que quisieran.
Mientras tanto, los vecinos se asustaron. Nunca más salieron los viejos. Tocaron y nadie respondió desde adentro, así que llamaron a la policía quienes tuvieron que entrar en rapel por las ventanas para encontrar a los dos huesudos fallecidos, muertos de hambre.
Heisy Mejías es Secretaria Juvenil de Unidad Visión Venezuela. Periodista, articulista y activista por una #VenezuelaLibre
www.unidadvisionvenezuela.com.ve
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