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¿Cuándo se jodió la MUD?, por Fernando Mires



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Fernando Mires | @FernandoMiresOI | mayo 15, 2018

@FernandoMireOI


La frase de Vargas Llosa ha hecho historia. ¿Cuándo se jodió el Perú? Dicha aún sin el pesimismo de Zavalita en “Conversación en la Catedral”, es el dilema con el cual nos confrontamos todos los que escribimos sobre un proceso histórico. ¿Cuándo comenzó todo esto? Asunto complicado si nos atenemos a otra frase no menos famosa. Viene de Hannah Arendt y dice: “la historia tiene muchos comienzos y ningún final”. De modo que, de lo que se trata, aparentemente, es de elegir un comienzo para comenzar. Pero no es tan fácil. Podemos remontarnos hasta Caín y Abel o elegir un hecho algo más inmediato. Opté por lo último.

¿Cuándo se jodió la MUD? La respuesta surgió por sí sola: cuando la ciudadanía perdió la confianza en el voto. Entonces la pregunta correcta es: ¿Cuándo la ciudadanía perdió la confianza en el voto? La respuesta es aún más fácil: El 30 de junio de 2017, día en el que tuvo lugar el fraude electoral más grande de toda la historia latinoamericana, cuando fue elegida la Asamblea Constituyente puesta al servicio exclusivo de la dictadura.

Poco tiempo después, la empresa Smartmatic denunció que los votos autoadjudicados por la dictadura no eran un par de miles como ocurre en los fraudes “normales”, sino más de ¡un millón! Ese 30-J puede ser denominado entonces, en analogía con otros “azos” de la historia latinoamericana, como el “esmarticazo”. En ese momento ni los analistas más pudorosos lo dudaron: Maduro había roto con la legalidad y con ello había perdido los restos de legitimidad que aún le restaban.

¿Calculó mal Maduro al exceder el número de sus votos? Evidentemente, no. Su cálculo fue, desde el punto de vista militar (militar, no político) muy racional ¿Qué importaba ceder una porción de legitimidad internacional si podía, con un solo fraude, destruir al que había sido su peor enemigo: el voto, es decir, a la voluntad de voto, al deseo de votar, a la confianza en el voto que mantenían los venezolanos?

*Lea también: La expansión de la crisis venezolana, por Marta de la Vega V.

El mensaje lanzado por Maduro no pudo ser más claro: “Voten si quieren, pero el resultado lo determino yo”. Gran parte de la ciudadanía le creyó a Maduro y en cierto sentido, gran parte de la MUD también. De otra manera la MUD habría hecho esfuerzos para demostrar que lo ocurrido ese 30-J era una farsa montada por la dictadura, una solo posible de realizar sin testigos en las mesas, sin comparecencia de la oposición en los sitios electorales y sin participación en las elecciones. En breve: la oposición pisó la trampa tendida por la dictadura e hizo lo que nunca se debe hacer ni en la política ni en la guerra: someterse a la lógica que intenta imponer el enemigo. Solo así se explica por qué tiempo después, esa oposición acudió a las regionales, derrotada antes de participar, sin entusiasmo ni pasión, como caminando lentamente hacia el patíbulo. Ni siquiera fue capaz de explicarse por qué en algunas zonas (triunfo de Guanipa en Zulia, por ejemplo) el “esmarticazo” no había podido funcionar.

El éxito de Maduro fue total. Maduro logró inocular el derrotismo en las filas enemigas y con ello la hegemonía del que había sido siempre su aliado objetivo: El abstencionismo. Desde ese instante el virus abstencionista se apoderó de la cudadanía: “Dictadura no sale con votos”, fue la consigna general. La capitulación electoral de la MUD en las elecciones presidenciales del 2018 no puede ser analizada sin tomar en cuenta la trampa del “esmarticazo”. En cierto modo, fue su consecuencia directa.

El fraude del 30-J o “esmarticazo” tiene a su vez dos antecedentes. El primero fue la legendaria victoria electoral obtenida por la oposición el 6-D. En ese momento Maduro y su clan deben haber entendido que, competir en la arena electoral -aún “con ese CNE”, aún con cédulas de identidad falsificadas, aún con acarreo de empleados y obreros públicos, aún con misiones alcoholizadas, aún con retratos de Chávez hasta en los inodoros, aún con dakazos y otras inmorales mariguanzas- nunca más podría ganar a una ciudadanía que había hecho del voto su doctrina. A una ciudadanía vigilando mesa por mesa, dispuesta a defender el voto como si fuera parte de su alma. Era pues necesario para Maduro destruir la letal arma del voto. La oportunidad del 30-J la pintaron calva. Sin vigilancia en las mesas, sin comparecencia electoral de la oposición, Maduro y los suyos podían hacer lo que quisieran. Y lo hicieron.

El segundo antecedente tuvo lugar el día 16-J. Fue la consulta plebiscitaria convocada por la oposición unida en torno a tres puntos que ya casi nadie recuerda. Fue un día pletórico y utópico a la vez. Millones de ciudadanos en filas interminables dispuestos a votar en defensa de su bastión, la AN. Pocas veces un pueblo demostró una más grande voluntad de votar, sí, incluso de amor por el voto, como ocurrió durante ese mítico 16-J. Fue un acto cívico ejemplar. Pero solo hubo un pero. A la oposición se le olvidó insistir en que ese plebiscito no era políticamente vinculante, es decir, que solo tenía un carácter simbólico: una fiesta ciudadana destinada a mostrar (simbólicamente) su mayoría y sobre todo, su unidad. Más aún: una parte de la oposición tomó la votación no como un símbolo sino como una realidad tangible –“el mandato”, decían- e incluso sus segmentos extremos llamaron al derrocamiento de Maduro. Los resultados son sobradamente conocidos. Mejor no hablar de eso.

Recuerdo que el día 16-J Jorge Rodríguez escribió un tuiter con (más o menos) las siguientes palabras: “la oposición se está adjudicando los votos que considera conveniente”. Con ello estaba diciendo entre líneas: “y nosotros vamos a hacer lo mismo”. Y lo hicieron. Si la oposición había contado 7, ellos se anotaron 8 millones. Si la oposición hubiese obtenido 9, ellos habrían escrito 10. Puedo imaginar así a Maduro, a los hermanos Rodríguez, a Cabello, a El- Aissami y a otros bandoleros, cagados de la risa durante la noche del 30-J. ¿Cuántos votos le soplamos a Tibisay? ¿No será un poco mucho? Súmale un millón más compadre. Total, nadie se va a enterar. Días después apareció la declaración de Smartmatic. Justo la que necesitaba Maduro para terminar de convencer a la oposición de que él era invencible. Hay incluso quienes piensan, y con cierta justificación, que la declaración de Smartmatic fue financiada por el propio Maduro (o por Putin). Lo único claro es que la “operación esmarticazo” logró su objetivo. La confianza en el voto había sido destrozada. Misión Cumplida.

¿Cuándo se jodió la MUD? No. La MUD no se jodió. La jodieron. Y la MUD se dejó joder.

La MUD debió haber aclarado en ese momento que el fraude electoral del 30-J no tenía nada que ver con las elecciones que tenían por delante. Que con mesas vigiladas, con voto contado uno por uno, con gente en las calles dispuesta a defender el voto, un fraude tan grosero como el del 30-J nunca habría podido ser posible. Pero no lo hizo. La MUD acudió a las regionales como pidiendo disculpas por participar. Después regaló las municipales, y ahora está dispuesta a entregar la presidencia a Maduro en aras de una abstención deducida de su propia impotencia política. Lo que sigue es conocido.

Después de dos derrotas consecutivas la MUD aceptó a ir a un diálogo en la RD sobre las elecciones sin llevar siquiera a un candidato. Solo asistieron los jefes del G4 y un grupo de asesores elegidos por los partidos. Las propuestas que llevó, evidentemente, no podían ser aceptadas por la dictadura. En ese instante muchos pensamos que la MUD iba a hacer de esas propuestas una plataforma electoral. La MUD (o el G4) en cambio, llamó a la abstención, siguiendo una declaración fortuita de una supuesta comunidad internacional de irregular continuidad. Eso significa que justo en el momento en el cual la aprobación a la dictadura era el más bajo de su historia, la MUD renunciaría a derrotarla. Sin duda un caso inédito en la historia de las luchas políticas.

Todo comenzó con el “Esmarticazo” del 30-J. Esa fue la trampa. La MUD pisó la trampa y nunca más pudo salir de ella.

El esfuerzo enorme que hoy representa la candidatura de Falcón persigue, entre otros objetivos, destrampar a la política venezolana y recuperar esa confianza en el voto que nunca debió perderse. La misma que entre Maduro y la MUD lograron dinamitar desde el “Esmarticazo” hasta llegar a las presidenciales. Por lo demás, la oposición venezolana, política, democrática, electoral y pacífica, no conoce otra vía diferente a la electoral. Y está bien que así sea.

La candidatura de Falcón –deficitaria como todas las candidaturas políticas, insuficiente como es la vida, precaria e imperfecta como todo lo humano– está en condiciones de revertir el proceso histórico en contra de una dictadura implacable y de una MUD que una vez se dejó joder con la trampa del “Esmarticazo”y nunca más pudo salir de ahí. Y así será: gane o no gane Falcón. Esa es al menos una esperanza. Pues lo contrario a la esperanza es la desesperación

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