¿Cuántos años más gobernará el totalitarismo en Venezuela?, por Tulio Hernández
Twitter: @tulioehernandez
Es muy difícil predecirlo, porque el próximo 2 de febrero se cumplirán 22 años del ascenso del chavismo al poder y no hay en el horizonte señales suficientes para pensar que su mandato tenga pronta fecha de caducidad.
Lo que sí queda claro es que 22 es demasiado tiempo. La suma en años transcurridos, por ejemplo, entre las presidencias de Betancourt, Leoni, Caldera, Pérez y los dos primeros años de Herrera Campíns. Casi cinco períodos .
En el contexto de nuestra historia republicana son solo seis años menos de los 28 que permaneció Juan Vicente Gómez. Lo que quiere decir que ya, para este momento, enero de 2021, el chavista es el segundo régimen venezolano que más tiempo ha permanecido sin alternancia en el poder.
Significa también que si nada cambia, dentro de seis años, en el 2027, el llamado “socialismo del siglo XXI” superará al gomecismo y pasará a ocupar el primer lugar en el top ten de las más extensas tiranías que han azotado a Venezuela.
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Claro, en el escenario internacional la cifra se hace relativa. Porque estará todavía muy por debajo del castro-comunismo, que para ese 2027 habrá cumplido 66 años ininterrumpidos dominando la isla; pero, en cambio, a punto de igualar a la dictadura de Trujillo en República Dominicana, que logró arribar a 31 años.
Siendo prudentes y calculándolo a la tasa de crecimiento migratorio del 2020, para entonces Venezuela tendrá unos diez millones de emigrantes. El bolívar habrá desaparecido como moneda oficial, diluido entre el dólar, el peso colombiano y los riales iraníes. Los partidos de la resistencia habrán sido sustituidos dentro del territorio nacional por los de la oposición a sueldo hecha a la medida del gobierno. Eduardo Fernández y Claudio Fermín, presidirán los CAN (los Consejos de Ancianos Notables) del nuevo Estado Comunal. Y, Roy Chaderton, el cheerleader mayor del servilismo oficialista, ya habrá pronunciado su discurso de orden el día del traslado de los restos mortales de José Vicente Rangel al Panteón Nacional.
Entiendo que el panorama descrito puede parecer una aterrorizante pieza de anticipación científica escrita por Stephen King. Pero estoy seguro de que no exagero.
Recordemos que a la mayoría de los venezolanos nos pareció un exabrupto cuando, empezando su mandato, Chávez anunció que permanecería como mínimo 20 años en Miraflores. Y mírenlo: ya lleva 22. 14 presenciales, en vida, y ocho a distancia, a través de su ectoplasma canoro, Nicolás Maduro.
Lo que el chavismo devenido en madurismo-padrinismo comprobó es que, siempre que se cuente con el sustento de una potencia mundial –en este caso de dos: Rusia e Irán– y de unas fuerzas armadas pretorianas, se puede continuar gobernando cualquier país, aún sin apoyo popular, con 60 gobiernos democráticos en contra, la economía en quiebra absoluta y los organismos de derechos humanos de la ONU acusando a la cúpula de gobierno de crímenes de lesa humanidad.
El Partido Comunista cubano lo había comprobado también. Por más de medio siglo, con el sustento de la URSS, primero, y del petróleo venezolano, después, a pesar del bloqueo y las sanciones, ha logrado seguir gobernando una isla convertida en base militar extranjera en las narices del país más poderoso del planeta.
Y si a alguien le queda todavía alguna duda, le recomiendo recordar que –aquí mismo en la isla del frente, en Dominicana– Rafael Leonidas Trujillo, mejor conocido como “Chapita”, se mantuvo en el poder largo rato a pesar de tener a Estados Unidos y el Vaticano en contra, la OEA sancionándolo, y los gobiernos de Betancourt y Figueres apoyando a sus opositores. Hasta que una noche una brigada de valientes interceptó la caravana presidencial en la avenida costanera de la capital y cosió al dictador bananero a plomo de metralla. Fue la única manera como los demócratas dominicanos lograron desalojarlo de la Casa de Ébano.
Con este relato, aclaro, no estoy sugiriendo que la única manera de salir de nuestro tirano particular, antes de que cumpla tantos años en el poder como Chapita, sea con otra brigada de valientes bien armados y de buena puntería. ¡Hasta allá no llego! Por elemental humanismo cristiano nunca le he deseado mal a nadie, ni siquiera al más miserable, cruel, arrogante, militarista y despreciable –como es el caso– de los seres humanos.
Simplemente quiero alertar que no es cierto –como han intentando convencernos algunos analistas y académicos plácidos– que sea siempre posible, luego de una experiencia totalitaria, regresar a las democracias a través de transiciones pacíficas, como la que lograron los chilenos con Pinochet, los españoles luego del franquismo y los polacos con Walesa y Solidaridad.
Porque, ese es mi alerta, no se puede analizar una maratón, tampoco los procesos políticos, mirando solo la foto final.
Es indispensable mirar la carrera completa o terminaremos engañándonos en torno a las causas del resultado. Por eso hay que evaluar con cuidado las transiciones entendiendo los procesos completos –más las condiciones históricas en los que ocurrieron– y no solo el incidente que le puso fin.
Por ejemplo, la transición en España ocurrió solo una vez que el caudillo estaba bajo tierra. Ya producidos los cuatrocientos mil muertos de la Guerra Civil y sus secuelas. Después de cuatro décadas, no antes. Igual el comunismo polaco. Había comenzado en 1944 y su caída solo ocurrió en 1979, 35 años después. No antes. Y, sin negar el papel protagónico de Solidaridad, no se puede entender ese proceso si no se puntualiza la existencia de un Papa polaco, hoy San Juan Pablo II, haciendo lobbying político en un país donde el 90% de sus habitantes son católicos y cuando el poderío soviético ya se hallaba absolutamente debilitado en la geopolítica mundial.
Tampoco se puede entender la transición chilena si obviamos que la cruel dictadura derechista se había quedado sola en el escenario internacional: Estados Unidos le había quitado la alfombra. Pero, sobre todo, si no recordamos que el Ejército chileno era y es una institución disciplinadamente prusiana, con un alto mando único, en un país con una tradición institucionalista, con el que se podía negociar. No esta comuna de hordas de mercenarios malformados, indisciplinados, nuevos ricos y rateros sin escrúpulos, perseguidos por la justicia internacional en la que se han convertido las Fuerzas Armadas venezolanas.
En Chile, los militares se manchaban las manos de sangre, pero no usaban sus bases aéreas para traficar polvo blanco. En Venezuela, los militares rojos con una mano matan y con la otra esnifan.
Así que tan útil como estudiar las transiciones es evaluar las no-transiciones. Es decir, las experiencias autoritarias que 60 o 70 años después aún siguen en el poder sin transiciones posible (Cuba, Corea, China); las que funcionaron hasta la muerte natural de sus caudillos (Gómez, Franco, Tito); los movimientos populares exitosos que terminaron en rotundos fracasos (la Primavera Árabe) y aquellas donde solo matando a sus jefes, armando una guerra, una revuelta popular o un golpe de Estado (Mussolini, Trujillo, Somoza, Pérez Jiménez, Gadafi, Fujimori, Mugabe, Amín) pudieron poner fin a sus reinados.
El trabajo del analista responsable debe ser evaluar cuáles casos se parecen más a nuestra situación actual. Pero en Venezuela hay dos matrices explicativas que el chavismo logró construir con técnica goebbelsiana –una mentira hecha verdad por ser dicha mil veces– que nos impide comprender a plenitud lo que nos pasa. Primero, la matriz permanentemente reciclada de que esto “todavía no es una dictadura”, que parece pero que aún no es, y que siempre queda un margen de juego político al que hay que apostar.
Ir a elecciones amañadas si nos convocan, poner la otra mejilla si nos lo piden.
“No hay tanques de guerra en las calles, ni caravana de la muerte, hay partidos políticos y elecciones, y Chávez no tiene lentes oscuros y una capa prusiana”, me dijo una vez con arrogancia versallesca el exministro y diputado socialista francés, Jacques Lang, en el lobby del oficialista hotel Meliá de Caracas.
Y, segunda matriz, la idea de que la oposición es tan responsable de lo que pasa y, en algunos casos, actúa de modo tan ilegal como el gobierno. A pesar de sus divisiones internas, no recuerdo a nadie acusando a los chilenos demócratas de ser cómplices de Pinochet, ni a quienes huían de Cuba y la oposición en el exilio de ser culpables de que el castrismo subsista. Nadie dudaba de que eran dos naciones sometidas por la fuerza. Estaba claro que los Pinochet y los Castro eran los victimarios
Pero, en Venezuela no es así. Incluso, en las cabezas de algunos líderes políticos de la oposición, se ha generalizado la costumbre analítica de equiparar a las víctimas con los victimarios, a los presos con el carcelero, a los estafados con los estafadores, al régimen con la resistencia.
El economista Michael Penfold, desde Estados Unidos, acusa por igual de “continuistas”, sin matiz alguno, a Maduro y a Guaidó. Henrique Capriles, desde Caracas, sugiere que la oposición al mantener a su Asamblea Nacional da mal ejemplo para que los chavistas cometan ilegalidades, ¡como si nunca antes las hubiesen cometido! El País de Madrid, abre en primera diciendo que “la oposición boicoteó” las elecciones legislativas, pero no dice que son inconstitucionales.
Y de esa ambigüedad esencial se alimenta la dificultad para aceptar de una vez por todas que, apenas muerto Hugo Chávez, terminó el simulacro democrático y se fueron cerrando todas las puertas para la lucha política atenida a reglas.
No se termina de entender que ya no se puede seguir haciendo política como en la época de Chávez porque después de la elección de una Asamblea Nacional Constituyente para sustituir a la Asamblea Nacional democráticamente electa, luego de la intervención judicial de los partidos y el encarcelamiento y asesinato sistemático de activistas políticos, la democracia terminó.
Seguir haciendo lo contrario es como pedirle a AD en los tiempos de la dictadura pérezjimenista que, después del fraude de 1952, el asesinato de Leonardo Ruiz Pineda, la ilegalización del PCV y URD, el exilio de los grandes líderes, siguieran atendiendo los llamados al diálogo de Pérez Jiménez.
Hay que aceptar que otra época comenzó. Que una parte del país adversario al régimen entró en el estado depresivo de la rendición; otra –incluyendo profesionales de las clases medias y cierto sector del empresariado– tratará de sobrevivir y acomodarse en la apertura económica capitalista de partido único que se avecina; la oposición colaboracionista ya tiene sus nombres y apellidos claros; así que las dos formas de oposición organizada que aún quedan –aunque perseguida, disminuida, expoliada– la del G4 y la del bando “opositor a la oposición” no les queda otra que dar ejemplo, sentarse a conversar y hacer un esfuerzo de imaginación política para que la desconfianza y el desencanto no se los terminé de llevar a ambos por delante.
Tienen a mi juicio tres tareas inmediatas. Una, defender las conquistas del gobierno interino presidido por Juan Guaidó (junto a la Consulta Popular de diciembre, el único logro opositor concreto desde que intervinieron el parlamento); dos, convocar un gran encuentro, cónclave, o como se llame, de la dirigencia opositora, no solo partidos sino organizaciones y líderes sociales relevantes, como testimonio de la voluntad de trabajar juntos de nuevo contra el Leviatán; tres, acordar una estrategia de mediano y largo plazo que, sin abandonar el proyecto de deshacerse de la tiranía, acompañe a los ciudadanos en sus problemas cotidianos y sus protestas concretas.
Dos vías. Una, silente y meticulosa, que construya una organización nacional de base a partir de células locales, como la resistencia anti pérezjimenista, que conduzca la actividad de resistencia a partir de denuncias y protestas focalizadas, sin poner en riesgo la integridad y libertad de los activistas, siguiendo el modelo de las Madres de la Plaza Mayo en Buenos Aires o las Damas de blanco de La Habana.
Y, otra, ruidosa e impactante, que avive de manera permanente a escala nacional e internacional, la memoria de los abusos de poder y los crímenes de lesa humanidad que ha perpetrado la camarilla cívico militar en el poder
Quizás de esa manera, tomando aire nuevo; dándole a la población orientaciones y explicaciones concretas; trazando un camino, una meta a la que podamos aspirar juntos todos los demócratas opositores –de derecha y de izquierda democráticas, de centro o no alineados, socialdemócratas, democratacristianos, liberales y neoliberales–, podamos volver a la democracia, impedir que la sangre siga llegando al río y, quizás, hasta nos liberemos de la baba verde y pestilente que rodará sobre los mármoles del Panteón Nacional la mañana del discurso de Chaderton el día del traslado de los restos de Rangel.
Tulio Hernández es Sociólogo experto en cultura y comunicación. Consultor internacional en políticas culturales y ciudad.
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