Cúcuta, capital del Kurdistán, por Gustavo J. Villasmil Prieto
La irresponsabilidad de las grandes potencias europeas de principios del siglo pasado, disipada en el tiempo por un muy conveniente olvido, terminó dejando sin suelo propio a más de 30 millones de kurdos. En los años por venir, iraquíes, iraníes, sirios y turcos se turnarían sucesivamente para atormentar a los hijos del Kurdistán con cuanta arbitrariedad pudieron concebir. Porque no puede haber gente más desdichada que aquella a quien se le ha negado hasta el derecho a una patria. Por muchos años, la tragedia kurda nos sonó lo suficientemente lejana como para justificar el tener que ocuparnos de ella, como lejana nos resultaba también la de saharauis, albanokosovares y timorenses. “Esas cosas no pasan aquí”, se dijo a sí mismo más de uno. Hasta que por fin pasó.
Se cuentan por miles los compatriotas que en la frontera colombovenezolana aguardan en condiciones infrahumanas a que se les permita pasar a su propio país. Vienen físicamente exhaustos, emocionalmente rotos, muchos de ellos enfermos. Se sabe de casos que regresan desde Chile por sus propios medios, con frecuencia a pie.
Muchos más vienen huyendo del Perú, donde el drama de covid-19 se sumó al del maltrato consuetudinario al que se les sometió en un país al que me cuesta recordar qué daño pudimos haberle causado en otro tiempo para que hoy le merezcamos tanto desprecio.
Se les impide ingresar al país del que son ciudadanos. Son los kurdos del continente, parias víctimas de una maldad gratuita, distinta a la que nos tiene acostumbrados el régimen venezolano.
La gran Hannah Arendt apeló al concepto originalmente kantiano de “mal radical” en un esfuerzo por comprender una ruindad jamás antes vista en el mundo como fue el genocidio judío. Porque malvados siempre han existido y actos de maldad también. Pero la matanza sistemática, cuidadosamente planificada y hasta legalmente normada de seis millones de inocentes perpetrada por unos impolutos funcionarios que de lunes a viernes accionaban las válvulas que liberaban el Zyklon B en las cámaras de gas y el domingo ocupaban con sus familias los primeros bancos en las iglesias sin el menor remordimiento, superaba todo lo visto.
Richard Bernstein señaló aquella como la definitiva ruptura de Occidente con la tradición filosófica desde Platón hasta Immanuel Kant. Ruptura que se expresó en el surgimiento de una maldad sin sentido y ni límite ejercida por una voluntad (“willkür”) totalmente consciente de sí. Ni más ni menos lo que está ocurriendo en nuestra frontera con Colombia.
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Ya no son tenebrosos demonios ni tentaciones ejercidas por alguna entidad maligna externa al hombre sobre quienes se habrá de fundar el mal radical sino que en la voluntad de quien libérrimamente optó por él. De allí que ante el mal radical no valgan el argumento de la “obediencia debida” y menos aún el del “yo no sabía” o el “yo no fui”. “La voluntad es el lugar originario de la maldad”, dice Bernstein. Nada distinto a la conciencia activa del hombre fue lo que concibió el horror de Auschwitz-Birkenau en la Polonia ocupada, la locura criminal del “Gran Salto Adelante” en China, las sangrientas salas de tortura de la ESMA y los “vuelos de la muerte” en Argentina.
Tan dueño de su maldad fue el oficial que segó la vida de Fernando Albán aquí en Plaza Venezuela hace casi dos años o las de José Pernalete, Bassil Da Costa, Robert Redman y Neomar Lander en las calles de Caracas mientras manifestaban pacíficamente en 2014 y 2017 como el que mató a George Floyd allá en Minnesota, ello pese a las selectivas genuflexiones que por el mundo hace hoy la izquierda “progre”.
Expresiones todas de ese mal radical que los filósofos intuyeron y que el siglo veinte viera surgir; ni más ni menos que la misma maldad que hoy impide la entrada de esa parte de la inmensa Venezuela peregrina que solo clama por volver a casa aunque sea para morir al lado de los suyos.
Mal radical. Maldad pura y dura. Depurada maleficencia que encuentra dentro de sí misma su propia justificación; la misma maldad que hoy abandona a su suerte a centenares de venezolanos impedidos de cruzar la frontera hacia su propio país teniéndolos por “armas biológicas” portadoras de una enfermedad que si bien sabemos llegó apenas hace tres meses, hoy anda a sus anchas por una Venezuela incapaz de hacerle frente.
“¿Por qué nos tratan tan mal desde allá – se lamentaba uno de los tantos compatriotas retenidos en Cúcuta- siendo nosotros venezolanos?”.
Ruindad sin precedentes expresada también en las dantescas escenas de venezolanos encerrados en hospitales donde nadie les asiste tanto como en el perverso teatro de pistoleros al servicio de la violencia estadal que en medio de una epidemia presionan en las emergencias de nuestros pobres hospitales apresando a valientes colegas que se niegan a “medicalizar” lo que a todas luces son ejecuciones extrajudiciales. Rasgos todos de una maldad que ya no es capaz de reconocer límites porque ha perdido el apego a toda ley moral.
La oposición venezolana ha fallado consistentemente en reconocer la naturaleza esencialmente ética de la resistencia que los ciudadanos estamos oponiendo a lo que es mucho más que un pésimo gobierno. Con frecuencia ve uno a cierta dirigencia regodeada en sesudos señalamientos ante la que es sin duda la peor gestión económica del mundo, eso cuando no afanándose en mostrar tablas, gráficas e histogramas en un esfuerzo por contrastar posiciones oficiales. No ven –quizás porque no pueden- que la cuestión venezolana es más que un problema técnico-gerencial; mucho más incluso que un problema jurídico o político: que es sobre todo ética y que se hace necesario un esfuerzo mayor por parte de políticos e intelectuales por comprender la naturaleza esencialmente maligna de las fuerzas que enfrentamos.
Estamos frente a una expresión de mal radical no vista antes en Iberoamérica quizás con las excepciones de la Cuba de los Castro, el Santo Domingo de “Chapita” Trujillo, la Nicaragua del pérfido “Tachito” Somoza o la Guatemala de Ríos Montt.
El régimen venezolano apuesta por la progresiva adaptación del ciudadano a un nuevo statu quo en el que la maldad termine integrándose a lo cotidiano a partir de una “nueva subjetividad” – ¡oh, Antonio Gramsci! – para la que dejar sin atención médica a un moribundo o negar los documentos de identidad a un ciudadano que necesite ponerse a salvo con los suyos ya no escandalice a nadie.
O para la que abandonar a su suerte del otro lado de un punto de control migratorio a un compatriota errante que retorna desvalido y enfermo justificándose en una “medida sanitaria” y condenándole al destierro, sea tenido por cosa “normal”. Es el caso de los 15 mil compatriotas retenidos en Colombia a la espera de que se les deje pasar a Venezuela, a su propio país. Venezolanos como nosotros, impedidos de volver a casa a buscar el consuelo de sus familias tras los infortunios a los que les condenó el propio régimen chavista. No pueden volver porque hasta su patria les quitaron. Son los kurdos de América del Sur.
Referencias:
- Bernstein, R. El mal radical. Una indagación filosófica. Buenos Aires, Lilmond, 2004. p.29.
- “800 venezolanos atrapados en la frontera con Colombia al volver a su país”, EFE, Cúcuta, Colombia, de junio de 2020. En: https://www.efe.com/efe/america/sociedad/unos-800-venezolanos-atrapados-en-la-frontera-con-colombia-al-volver-a-su-pais/20000013-4259802
- “Hay 15000 venezolanos a la espera de cruzar la frontera”, La Opinión, San José de Cúcuta, 11 de junio de 2020. En: https://www.laopinion.com.co/frontera/hay-15000- venezolanos-la espera-de cruzar-frontera/197793