Cura te ipsum, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“Medice cura te ipsum”
(“Médico, cúrate a ti mismo”)
Lc 4,23
Es terrible vivir a la sombra de los héroes, los venezolanos lo sabemos bien. Tan tupida y densa es la umbra que sobre nosotros proyecta tanto muerto memorable que nada bajo ella pareciera tener derecho a crecer. Inmensas esfinges – evocando a Robin C. Collingwood en su ensayo The idea of history de 1946 – que erigimos a quienes con merito nos precedieron, pero que no pocas veces impiden el paso a la luz que necesitamos para mirar de frente nuestras más duras realidades; sombras que, encima, nos niegan el derecho a aspirar al propio brillo, convenciéndonos de que nada vale la pena hacer más allá de lo que nos legaron aquellos próceres.
Llega el 10 de marzo y con él la inevitable efeméride vargasiana. Una vez más fluirán a borbotones los eulogios al grande médico venezolano y al dictum del «hombre justo» junto a las infaltables expresiones de desprecio al derrotado Pedro Carujo, de quien habría que decir, contrariamente a lo afirmado en los lugares comunes de la historiografía escolar venezolana, que no era ningún sargentón ignorante sino un oficial de sólida formación matemática además de políglota. Pero así somos en Venezuela: simplistas cuando de apreciar la realidad a la luz de nuestra propia historia se trata. Que a nadie extrañe, por tanto, que en más de dos décadas no hayamos “pegado una”.
¡Nobles bustos y mármoles de nuestros grandes! ¿Para qué entonces rompernos el alma en la lucha si frente a nosotros, sereno y con la mano al pecho, se impone el gran Vargas sacralizado por el mármol de Carrara allá, en la plazoleta de mi viejo hospital? ¿Qué caso tiene buscar brillar en los quirófanos si ante nosotros se erigen, espectrales, los fantasmas formidables de Razetti y de Acosta Ortiz y más allá, en salas y anfiteatros, los de Tejera Guevara, Baldó, Vegas, Machado, Gabaldón y los titanes médicos de la primera mitad del veinte? Los iberoamericanos, pero sobre todo los venezolanos, somos así. Evocando las tesis de Andrés Oppenheimer, cabe proponer que quizás en ese culto morboso por los héroes resida una de las claves de para entender nuestros incontables fracasos en estos tiempos.
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La idea heroica es griega. Superior al promedio en todo, del héroe se esperaba la realización de hazañas más allá de las capacidades del resto de los mortales. El medioevo rescató esa misma noción en Ruy Díaz de Vivar, en Rolando y en Amadís, como siglos después lo hicieran los románticos en Ivanhoe, Guillermo Tell y William Wallace: todos ellos absolutamente indespeinables, inmunes a las vicisitudes de la vida y de su tiempo; hombres a los que “ni coquito” les daba. Ya en el siglo veinte, la cultura “pop” no habría de quedarse atrás y propondrá a los suyos, representados en la bien conocida comparsa de tipos forzudos en estrafalario atuendo en los que, característicamente, ¡los calzoncillos siempre van por fuera del pantalón! A los médicos venezolanos con frecuencia suele vérsenos poco más o menos así.
Pero resulta que no, que no somos héroes. Como todos, amamos, luchamos, sufrimos y fracasamos. Nuestros cuerpos también enferman y mueren– más de 500 solo a causa de la covid-19 desde que inició la epidemia en Venezuela– y el cansancio también suele ganarnos la partida cuando, agotados tras servir en hospitales destruidos, llegamos al límite de nuestras fuerzas.
Los médicos también anidamos sueños en el alma, pasiones –lícitas o no– aspiraciones y anhelos, lo mismo que angustias, odios e incertidumbres. Porque desde que Hipócrates abandonara el templo de Esculapio para abrir consultorio en la isla de Cos, la medicina dejó de ser asunto de dioses para serlo de hombres: hombres como cualquiera, imperfectos e impuros, pero marcados a fuego por la misma misión que antes fuera dada a las deidades olímpicas. Dos mil quinientos años de historia así lo acreditan. Se entiende entonces por qué para el historiador escocés contemporáneo Niall Ferguson (Civilization: the west and the rest, 2011) la medicina se cuente, junto a la institucionalidad constitucional, la economía libre, la ciencia, el consumo y la ética del trabajo, como uno de los pilares en los que se sostiene Occidente.
Nos toca entonces vestir diariamente la bata blanca con toda la gravedad de su simbolismo, ese que nos llama a darlo todo tengamos o no con qué. Pasan de cuarenta mil los colegas que han emigrado para poder pagar sus cuentas y vivir dignamente así sea llegando al Polo Sur. Carga inmensa, a ratos verdaderamente insoportable – mis residentes devengan apenas 20 dólares de salario al mes a dedicación exclusiva– que nos impone un deber más allá de nuestros límites, por lo que a diario nos encomendamos al cielo antes de salir a trepar por tan empinados muros sin que a nadie importe si vamos rotos o con lágrimas en los ojos. Así se espera que lo hagamos un día y otro, hasta donde demos.
Ningún dolor o abatimiento, ninguna pena o angustia nuestra, pesará nunca lo suficiente como para eximirnos de una tarea tras cuyo cumplimiento tampoco se nos aseguran memoriales de bronce ni lápidas de mármol que nos gloríen como a Vargas y al santoral médico venezolano. Solo nos queda asumir que en ello reside la única posibilidad de redención de nuestros espíritus.
Para desgracia de sus sumos sacerdotes, las certidumbres de base estadística, lo mismo en la medicina que en la vida, han desaparecido. Otro tiempo muy distinto – un tiempo “antropológico”, como lo llamara el gran Martin Buber– es el nuestro; tiempo abundoso en dudas y precario en certezas, en el que tocará avanzar así sea lamiéndonos las heridas, en medio de la angustia y sin más escudo que la fe. Tiempo en el que habrá que empujar la pesada carga cotidiana del ejercicio médico con nuestras solas fuerzas, por mermadas que estén, mientras nos enjugamos esas mismas lágrimas y pesares y nos vamos confortando los unos a los otros por el camino. Para seguir así intentando estar a la altura del mandato que un día recibimos en los paraninfos, ataviados de toga y birrete y con un diploma en las manos; para aguantar día tras día “la pela” de ser médicos en Venezuela e ir curando no solo a los otros, sino que también, como reza la Escritura, a nosotros mismos.
Estoy pensando mucho en mis colegas. Llegue hasta ellos mi abrazo en este día, donde quiera que estén.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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