Darle muerte a la política, por Carolina Gómez Ávila
Autor: Carolina Gómez Ávila
Hace pocos días, en las redes sociales de una Universidad, un tuit recordaba que la humildad es una virtud a partir de una frase del Dr. Andrew Mason: “Reconoce tus errores antes de que otros los exageren”.
Me sentí desconcertada. En vez de subrayar que tras admitirnos falibles invertimos tiempo en reflexionar sobre cómo ser mejores, movidos por la natural aspiración a la autorrealización; en vez de encomiar el triunfo de la disciplina sobre el impulso de imponernos, dando oportunidad a mostrar respeto por el otro; en vez de privilegiar, pues, el autoconocimiento y el control, la frase excita el aspecto utilitario de una cualidad del espíritu.
Recordaba haber leído algo sobre la orientación mercantil de la personalidad -clasificación de Erich Fromm- según la cual el individuo percibiría una virtud como una mercancía y la valoraría según lo que pudiera obtener de ella. En este caso, privilegiaría la opinión del entorno sobre la que tiene de sí mismo, o dicho de otro modo, sobre su autoestima.
Y esto lo defendía una Universidad. Un faro de la sociedad estaba instando a hacer lo correcto por los motivos equivocados, sembrando un antivalor, y a nadie parecía molestarle. Iba a protestar y me detuve (de esto último, me avergüenzo), porque pensé en lo poco que importaría que me quejara cuando la nación gime de hambre y tiembla ante la posibilidad real de contraer difteria o paludismo y morir de ello o de cualquier otra cosa que hasta hace 5 años no hubiera comprometido la vida de ningún venezolano; pensé en el duelo y el resentimiento de las familias desmembradas, pensé en mi nueva visión de la abstención como el doloroso acto de desarraigo que comete quien necesita animarse a tomar la decisión de emigrar.
Intenté hablar de esto con otros, más cercanos, y tampoco reaccionaron porque estaban absortos en su supervivencia. Hasta los más distintos e inteligentes empiezan a razonar como autómatas. Se acabó la discusión de los valores, la poca que había, que es lo mismo que decir que se acabó el análisis de por qué llegamos a este punto en la historia nacional. Creo que llegó el momento en el que la mayoría apoyará al-que-sea, no-importa-quién, tampoco-importa-cómo y no-importa-si-es-peor.
Estaba en esa deriva cuando, en los discursos de Henri Falcón y Henrique Capriles, apareció el “outsider” de esa manera en la que sólo los políticos saben introducir a alguien gananciosamente en el debate aunque parezca que lo adversan.
Y esto bastó a sus seguidores para acallar toda defensa al sistema de partidos múltiples. De súbito, todos olvidaron la presión permanente de lo privado en lo público y, por lo tanto, en la política. No se discutió más el interés de los Poderes Fácticos en la dirección de la vida nacional. Nadie alzó la voz para decir que sólo se pueden regular las pretensiones de esos intereses a través de los partidos políticos y que la salud de ellos es la salud de la alternancia republicana. No hubo quien recordara que las organizaciones políticas no son apéndices sino médula del proceso de retorno a la democracia y que ningún “outsider” los sustituye o puede arrogarse su representación. Sé que discutirlo en estos tiempos es como discutir de valores y de cómo llegamos a este punto en nuestra historia nacional: de poco o ningún interés.
A pesar de ello, insisto en que acatar esta afrenta de políticos a lo político es desconocer el papel los partidos como articuladores de la Sociedad Civil. Los defiendo -en contra de sus propios líderes, si es necesario- porque son nuestra garantía de pluralidad y único freno posible a la dominación. Sólo ellos pueden ayudarnos a retomar el equilibrio de poderes, ellos canalizan la representatividad y, sobre todo, es a través de ellos que podemos tener a los políticos bajo control, vigilados por las ambiciones de los suyos ya que nuestras instituciones resultan inservibles para eso porque apenas se mantienen en pie.
A manos de quienes introduzcan en la política nacional a un “outsider” estarán muriendo los partidos políticos. Y si todos los partidos políticos, de común acuerdo, impulsaran a un “outsider” como su candidato, habrá muerto la política como solución. No solo no tendremos un mesías, sino que habremos agotado la posibilidad de construir una solución conjunta porque ya no contaremos con estructuras para impulsarla, de modo que sólo nos quedará contar desde la esclavitud cómo fue que los políticos le dieron muerte a la política.
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