De cloacas y de pústulas, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
No una sino tres fueron las revoluciones burguesas que estremecieron Francia entre los siglos XVIII y XIX: la de 1789, la de más fama y que evocamos en las aguerridas estrofas de «La Marsellesae», la de 1832, breve y fallida, cuyo drama narrara el gran Víctor Hugo en «Los miserables» y, finalmente, la de 1848, la de la «Marianne» de Délacroix guiando al pueblo en las barricadas de París y que, a diferencia de su antecesora, si pudo derrocar a Luis Felipe e instaurar una efímera Segunda República a la que seguiría poco después un Segundo Imperio. Aquellos mismos años serían también los del esplendor de la novela realista francesa del siglo XIX.
De entre tantas grandes plumas de aquel tiempo, evoco hoy a dos por las que guardo un especial afecto: Honoré de Balzac y Emile Zolá. No solo porque denunciaron en sus respectivas obras la tragedia social de la Francia de entonces y que de tantas maneras se me asemeja a la nuestra de hoy, sino porque, además, hicieron de aquella denuncia un emplazamiento moral a una sociedad embelesada por los destellos de la fatuidad construida con la anuencia de sus élites.
Lo expresa sin desperdicio Balzac en las páginas de “La piel de zapa”. Publicada en la década anterior (1831), su aparición marcó el nacimiento de tan poderoso movimiento literario. En su relato, Balzac narra la historia de Rafael de Valentín, escritor mediocre y típico exponente de la parasitaria clase de buenos para nada prohijada por la emergente burguesía francesa –a la manera de los «enchufados» de aquí– que vivía «a todo trapo» y sin trabajar. Un día de mala suerte perdió todos sus haberes en el juego y pensó en quitarse la vida lanzándose al Sena, que por entonces todavía recibía parte de las aguas servidas de París. Fue cuando un misterioso personaje lo detuvo invitándole a pasar antes por su tienda de antigüedades.
Una vez allí, el mefistofélico anticuario le propone el fatal negocio: recibir, a cambio de la vida misma, el mágico cuero seco de una zapa– especie de chivo europeo– que, al modo de la lámpara de Aladino, complacería todas sus demandas en vida tan solo con expresarlas. El detalle estaba en que, con cada deseo cumplido, aquel pedazo de piel se iría encogiendo al tiempo que extinguiendo la vida de su por ahora feliz tenedor. Tentado por la oferta, Rafael aceptó.
En su “Naná” de 1880, Zolá nos cuenta la historia de una joven bailarina cuyas nulas dotes dancísticas contrastaban con su excepcional belleza, único atributo con el que era capaz de llenar los balcones de los escenarios frecuentados por patéticos personajes de la burguesía parisina enfundados en sus levitas de bolsillos a reventar de billetes ganados sin esfuerzo en la orgía sin límites del dinero fiduciario. Eran políticos, banqueros y hasta alguno que otro bobo genuinamente enamorado que de muy buena gana se ofrecían a ejercer de «sugar daddies» a cambio de los carísimos besos que aquella bella sin talento prodigaba por no pocos francos.
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Políticos, economistas e historiadores pasaron de largo frente la tragedia moral de aquel tiempo, encandiladas como estaban sus retinas por las luces de la «Belle Époque». El economista francés contemporáneo Thomas Piketty lo puso en números incontestables en su «Capital en el siglo XXI», de 2014: ¡en aquella Francia burguesa, surgida tras un siglo de guerras y revoluciones, la distribución del ingreso era peor que en el Antiguo Régimen! ¡Tanta república proclamada, tanta guillotina rebanando cuellos y tanto «droit des hommes» para terminar más o menos en lo mismo, con los «égouts» – cloacas– de Paris tan llenos de niños pedigüeños como de rentistas en plena francachela sus grandes salones!
La potente pluma de Emil Zolá no se ahorró munición en su tenaz crítica a toda la maraña de anuencias, complicidades y omisiones en aquella Francia que, sin antes lavarse las axilas, se vestía con sus mejores galas para recibir al mundo entero en la Gran Exposición Universal de 1889. En su poderosa denuncia pública ante el infame «affaire Dreyfuss», el también autor de «El vientre de Paris» (1873) y «La Debacle» (1892) no contuvo su indignación al referirse a los responsables de la condena del joven capitán judío, en carta abierta al presidente Félix Faure – el bien conocido libelo titulado «Yo acuso»– publicada en la primera página del diario «La Aurora» de París en su edición del 13 de junio de 1898, a quienes calificó de «espíritus de maleficencia social».
Maleficencia social, que lo mismo en aquella Francia decimonónica que en esta Venezuela de hoy, es podredumbre, gangrena espiritual que lo carcome todo: instituciones, empresas, partidos, hombres. Tumor miriápodo que se infiltra hasta el último resquicio de todo país moralmente enfermo hasta socavarlo justo allí, donde se funda, en el espíritu de sus gentes.
A Rafael un día se le esfumó el cuero de zapa y prefirió morir en brazos de Pauline antes del que el Maligno viniera a cobrarle, Naná murió de viruela y su cadáver cubierto de pústulas fue abandonado por su antiguo séquito de aduladores, que no dudó en poner «pies en polvorosa» ante el imparable avance de las tropas prusianas sobre París en 1871 y al capitán Dreyfuss lo mandaron preso a Cayena, tras un proceso judicial vergonzoso, para rehabilitarlo solo años más tarde.
Deslumbrada por el derroche y el lujo, aturdida por un consumo insultante expuesto sin pudor frente una mayoría depauperada, en la Francia de aquel entonces finalmente lo que a las cloacas tenía que ir, a las cloacas fue a dar y todo cuerpo que de pústulas se llenó, a ellas sucumbió por bello que alguna vez fuera.
Así lo vieron antes y mejor que nadie Honoré de Balzac y Emil Zolá, cuyas obras me son absolutamente entrañables. Lo mismo en la París de la Belle Époque que en la Caracas de la revolución chavista, toda cloaca es y será siempre cloaca y toda pústula, pústula. Y sin cosmética que valga.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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