De Joaquín Crespo a Hugo Chávez, por Simón Boccanegra
El general Joaquín Crespo, caudillo llanero del siglo XIX y presidente de la República, forjado a plomo en nuestras interminables refriegas civiles de aquella centuria, pasaba una vez en su coche por una calle aledaña a la universidad, que entonces funcionaba en la cuadra de Monjas a San Francisco, frente al Capitolio. Unos estudiantes que lo divisaron, comenzaron a pitarlo. El jalabolas de turno que acompañaba al Presidente, pidió su autorización para echarles «gas del bueno», o sea, mandar a darles unos planazos y tal vez hasta arrestarlos.
Crespo lo miró extrañado. «¿Qué le pasa, hombre? Tranquilícese. Con no pasar más por esta esquina tenemos». Viene a la memoria la anécdota cuando uno oye a Chacumbele tronando contra los estudiantes. Qué diferencia entre quien se siente seguro de sí mismo y el que es puro buchipluma. Qué fácil mandar a gritos y amenazas, sobre todo cuando se disfruta de las confortables y abrigadas alturas del poder, donde no llega «gas del bueno». Qué fácil lanzar la policía o la Guardia Nacional contra estudiantes inermes, que no hacen otra cosa que ejercer un derecho cívico, al cual se le atribuye una intención desestabilizadora. Se comprende que el picado de culebra se asuste de un bejuco, pero Chacumbele debería haber superado ya el trauma del 11A. Sin embargo, no es así. A cada rato repite que él no es el mismo del 11A, que ese Chávez ingenuo «quedó atrás», que ya no es el mismo «pendejo» de aquellos tiempos. ¿Se imaginan ustedes, amigos lectores, al general Joaquín Crespo en una quejumbre perpetua?
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