De La Rotunda a El Helicoide: la historia de la tortura en Venezuela
El caso reciente del diputado Juan Requesens, cuyo abogado asegura que el parlamentario no recuerda haber grabado la confesión difundida por el ministro Jorge Rodríguez, sirve para repasar espacios del imaginario público que, lamentablemente, han hecho una tradición de la violación de la dignidad humana: la prisión de La Rotunda, los calabozos de la Seguridad Nacional recreados en la televisión y ahora El Helicoide
Autor | Equipo de investigación de El Pitazo
Carlos Brandt Tortolero (1875-1964) fue predecesor de vegetarianismo en Venezuela, mucho antes de que se instalaran movimientos espirituales como el Hare Krisna o de que mediciones académicas extraoficiales como la encuesta Encovi revelaran que, en 2017, el pollo (34%), la carne (39%) y el pescado (39%) sólo estuvieron en la mesa de una minoría de familias en el país. Por sus publicaciones en la prensa en contra del continuismo de un mismo hombre en el poder, también formó parte de la nómina de presos políticos de Juan Vicente Gómez, hasta ahora el dictador de estadía más prolongada en nuestra historia.
En su libro La época del terror en el país de Gómez (1947), Brandt detalló el más común entre el catálogo de métodos de tortura infligidos en el Castillo Libertador de Puerto Cabello durante la dictadura de Gómez: el “grillo”, una especie de cepo que, con o sin una bola de peso extra, aprisionaba los pies del detenido: “Los grillos son, en primer término, un instrumento de tortura física. El contacto de esos hierros con el cuerpo humano produce escoriaciones que terminan en úlceras e hinchazones. Dificultan conciliar el sueño y causan mortificación en cada movimiento. También la idea de estar remachados a un pedazo de hierro nos deprime, nos derrota el espíritu pues es en extremo dolorosa la impresión moral que se experimenta al pensar que uno está encadenado y arrastrando un lingote de hierro”.
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El libro Memorias de un venezolano en la decadencia, el escritor y periodista José Rafael Pocaterra, probablemente es el más célebre de los testimonios sobre la dictadura de Gómez. A partir de 1919, el creador de Pachito Mandefuá (arquetipo del niño en situación de calle) pasó tres años en un calabozo de La Rotunda, la cárcel caraqueña conocida irónicamente como la “última morada” el lugar en el que conoció de primera mano las atrocidades de Nereo Pacheco, un preso común que era usado como elemento de intimidación por los custodios. Pocaterra cuenta el caso de José María García, un menor de edad acusado de estar implicado en la presunta explosión de una bomba en el centro de Caracas. “Le pusieron grillos y, durante el día, Pacheco le obliga a hacer los trabajos más penosos y sucios. Por la noche se cansa de zumbarle puñetazos. Son la voluntad del testarudo valeroso y el agotamiento del verdugo los que eventualmente detienen del tormento”.
“Apenas entraban a la cárcel se les colocaban los grillos: había tres tipos, los livianos que eran como de 30 kg, otros de 50 kg y los más pesados de 70 kg, estos últimos llamados los ‘gomeros’. Pero también eran comunes los castigos de hambre y la sed en los calabozos, así como las pelas: azotes con latinos o varas; los colgamientos por los brazos con los grillos en los pies; las quemaduras con cigarrillos en los pies; los tortoles, un aparato que consiste en un mecate cuyos cabos están unidos a un mango de madera y se usa para apretar la cabeza, el tórax, las extremidades y los testículos o las glándulas mamarias quizás el método más cruel y temido”, agrega Jimeno Hernández, abogado y columnista de prensa que ha efectuado numerosas investigaciones sobre el tema.
La Rotunda, llamada así por su forma de panóptico (círculo) que permitía mantener bajo vigilancia a los prisioneros todo el tiempo, fue demolida en 1936 por el sucesor de Gómez. Eleazar López Contreras. No pasarían más de dos décadas antes de que la tortura se volviera a convertir en hábito.
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La declaración de las Naciones Unidas de 1975 contra los Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes define la tortura como “todo acto por el cual un funcionario público, u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras”.
El caso reciente del diputado Juan Requesens, acusado de homicidio intencional en grado de frustración por el fiscal designado por la ANC, Tarek William Saab, debido a su presunta implicación en el intento de atentado contra Nicolás Maduro, hizo recordar cómo, en ciertos períodos de nuestra historia, la tortura se ha convertido en una práctica institucionalizada, y en ocasiones, sistemática. El 9 de agosto, el ministro Jorge Rodríguez difundió el video de una declaración que, según Joel García, abogado del parlametario de Primero Justicia, Requesens no recordó haber grabado. Otro video le mostró con su ropa interior sucia de excrementos.
Seguridad Nacional: la maquinaria de terror de Pérez Jiménez
Los bordes lijados de un rin laceran los pies del adversario una y otra vez. Y, mientras la sangre corre, quien está encima intenta que los filos no alcancen más profundidad. Es imposible. Ahora, el objeto corta otras áreas y lastima más las que ya no resisten. El resto del cuerpo recibe golpes; el rostro, escupitajos. La escena se repite, una y otra vez, con distintas víctimas y victimarios en alguna celda de la sede de la Dirección de Seguridad Nacional, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, como lo recreó una telenovela de RCTV en 1979: Estefanía.
El general, quien gobernó el país entre 1953 y 1958, infundió el terror entre sus adversarios con torturas, encarcelamientos y desapariciones. A la par, el desarrollo de grandes obras de ingeniería en Venezuela, impulsado por un crecimiento económico favorecido por la bonanza petrolera, buscaba solapar el terror.
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