De magnánimos, vanidosos y pusilánimes, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Si algún atributo fue perdiendo la política venezolana en los últimos años es el del sentido del honor. La proliferación de los llamados «operadores» en ambos campos del espectro político nacional es una buena expresión de ello. Personajes que al amparo de las sombras hacen y deshacen, ejerciendo un notable poder pese a con frecuencia no contar ni tan siquiera con un solo voto de respaldo. La «metapolítica» es así, nos dice Ulrich Beck: unos ponen la carne y el sudor en la calle, mientras otros manejan los hilos del poder desde cómodas oficinas sin cargar con el pesado fardo de la responsabilidad pública.
Cortesanos de restorán estecaraqueño, reconocidos más por sus habilidades sociales que por el sentido de estado del que con frecuencia carecen, para ellos honor y honorabilidad son cosa accesoria. Un «operador» puede decir una cosa aquí hoy y desdecirse mañana en alguna capital caribeña, en una tasca en Madrid o en un «spa» en la Florida, no importa: porque la «operación» política en Venezuela se constituyó en un fin en sí mismo y el destino de esta pobre «polis» nuestra y de los «polites» que en ella malviven es apenas música de fondo.
Sin sentido del honor y de la honorabilidad, claro está, no es posible que se imponga la magnanimidad como virtud política. A la «magnus anima», es decir, al alma grande, la alienta, decía Aristóteles, la ambición de alcanzar objetivos superiores sin más recompensa que la gloria y el honor que ellos acreditan. Políticos magnánimos tuvo Venezuela, por ejemplo, en Páez y en Soublette en el diecinueve y en Medina Angarita y en Betancourt en el veinte. Pero la contemporaneidad nos ha sido mezquina al respecto. El tiempo de aquellos hombres que salían a conducir tropas o grandes multitudes arropados en la bandera de un ideal, poniendo el propio pecho en la primera fila, dio paso a otro muy distinto marcado por la pusilanimidad y la vanagloria política.
La pusilanimidad, decía Ortega y Gasset en «La Rebelión de las Masas», de 1929, es la falta de grandeza propia de quien es esencialmente incapaz de enfrentar desafíos con valentía y determinación, renunciando así a la lucha por la autenticidad y la realización personal. En la política de la Venezuela de hoy abundan expresiones de ello.
De orígenes oscuros, sin brillo intelectual y ni fuste personal, son hombres dados a la genuflexión fácil a cambio de alguna canonjía incluso menor. Un día les vemos voceando consignas patrias con fervor de frigio; al siguiente, apoltronados a la sombra de algún cargo vistiendo modas de catálogo.
Junto a la pusilanimidad destaca la gloria vana de quien, desde cómodos sitiales dentro o fuera del país, insiste en presentarse a sí mismo como figura señera a la manera de un Churchill o de un De Gaulle, pero sin apenas sudar la camiseta en la brega diaria en un país en el que organizar una protesta de calle por la falta de servicios públicos puede acarrear la judicialización y condena de sus líderes bajo cargos de «fascismo», «terrorismo» e «incitación al odio».
Siguiendo en la línea de la reflexión orteguiana, la vanagloria del político, al inflar artificialmente su autoimagen, lo aleja de la lucha genuina por un ideal superior. El que se vanagloria ama la tarima y sus luces, el lente de la cámara, el «like» dadivoso de quien quizás carezca hasta de un pedazo de pan que llevarse a la boca. Como ama también la banda de mandatario cruzándole el pecho, no importando que en el fondo nada tenga que decir a un pobre país descreído y roto en el que todo aquel que esté en posesión de un par de piernas fuertes empaca en una mochila la única muda de ropa que le queda para lanzarse a la aventura de cruzar andando el temible “tapón” del Darién.
La menguada hora venezolana no podrá resolverse en manos de ni pusilánimes ni de envanecidos. Es el momento de que se hagan presentes espíritus magnánimos que se impongan por sobre tanto liliputiense moral, de tanto patiquín metido a político, asumiendo la conducción del momento sin sacar cuentas menores ni mirar por el rabillo del ojo el «cómo quedo yo ahí».
El país no compró el sainete de las minicandidaturas postuladas con la intención premeditada de distraer la fuerza de su voto. Como tampoco está atendiendo al llamado de quienes pretendieron hacer de la espera «en boca de caño» su único y mejor argumento y menos aún a los cantos de sirena venidos del extranjero y sus llamados a aventuras al mejor estilo de una serie de Netflix. El país, roto y herido como está, harapiento y con hambre, quiere un cambio y lo quiere por la vía del voto.
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El tiempo apremia y se consume en interminables lances de salón y en «rosqueos» sin fin. Venezuela se ha puesto de pie una vez más. Necesario es que salgan de una buena vez al ruedo político almas que se pongan a su altura.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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