Decadencia, por Alejandro Oropeza G.
“Los hombres que actúan en la medida
en que sienten dueños de su propio futuro
sentirán siempre la tentación de adueñarse del pasado”.
Hannah Arendt: La mentira en política, en: Crisis de la República.
A veces las decadencias, consideradas como procesos, son largas en el tiempo, ocupan partes sustanciales de la historia. A veces también, ellas mismas parecieran definir y orientar el comportamiento de sociedades y civilizaciones enteras. Una de las decadencias más famosas fue aquella que precedió al colapso definitivo del Imperio Romano y, de seguidas, el advenimiento de la Edad Media.
Casi siempre, cuando hablamos de decadencia, imaginamos que algo, que una realidad que se comportaba de manera más o menos aceptable, involucionará y, buena parte de las variables que hacia lo interno de aquella realidad la definían en positivo, comenzarán a declinar, a erosionarse y finalmente llegará el colapso.
En la anterior entrega comentábamos sobre aquel afán de pretender, como estrategia de acción política, borrar y negar el pasado y creer posible reiniciar todo desde el principio, desde cero, en un eterno retorno constante; como si pudiésemos decretar detener la historia y obligar a que ella comience en el punto que estimamos conveniente a nuestros intereses. Pretensión absurda. Ni aún los procesos más totalitarios de reinterpretación e intención de reinicio de procesos, han logrado el cometido.
Tarde o temprano la historia, no es que retome sus caminos, sino que simplemente los continúa, asumiendo los tiempos en que ella misma fue negada como parte de los procesos que la integran.
Si imaginamos posible, que efectivamente lo es, una conjunción entre la idea de decadencia y la de transcurso y devenir histórico, lo que encontramos es la posibilidad de analizar y comprender, cómo civilizaciones e imperios milenarios se derrumbaron al paso del tiempo. Desde el ya comentado caso de la larga agonía del Imperio Romano, hasta el sorprendente colapso de la Unión Soviética y toda la red de sistemas políticos del denominado “socialismo real” a ella asociados. Pero, luego de la decadencia ¿qué? Y, más aún, ¿qué condiciona y define a una decadencia? ¿es una sola individual o bien grupal, o es general y holística socialmente, o quizás decaemos en compañía, en conjunto?
En su obra capital: “La rebelión de las masas”, a la que acudíamos también en la entrega anterior, Ortega y Gasset, afirma que: la decadencia es una condición determinada por la comparación de conceptos que definen una era, un periodo histórico. Comparación que indica un antes que es considerado “superior”, visto un presente “inferior” y, la posibilidad cierta de un futuro aún peor.
Comparación que considera en sus análisis las más diversas variables, conceptos, realidades y situaciones posibles y, que en muchas oportunidades se encamina y, finalmente, culmina en un colapso. Asimismo, el ámbito de su impacto puede ser mayor o menor, puede afectar a un grupo, o bien a una nación o conjunto de naciones enteras. Puede tratarse del proceso de descalabro de un sistema de dominación o, de los soportes que definen el bienestar de una sociedad toda. Es decir, su análisis y atención es contextual y puede integrar a diversas disciplinas en la consideración.
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Es asertivo el maestro Ortega al afirmar que: “…una vida que no prefiere otra ninguna de antes, de ningún antes, por lo tanto, que se prefiere a sí misma, no puede en ningún sentido serio llamarse decadente”. Es decir, que si no anhelamos un pasado que fue mejor, ya sea porque el presente es mucho “mejor” que aquel pretérito y porque el futuro se pinta con colores de optimismo, no estamos en medio de una realidad decadente.
Ello, porque el ejercicio comparativo a que refiere el autor de marras, determina concluyentemente que el hoy es mejor que el ayer y se espera, que el futuro sea aún mejor que ese hoy, en atención a las variables y conceptos que representan la realidad y que soportan la apreciación. Nuestro mundo es mejor, somos más prósperos, tenemos mayor seguridad del presente y pocas (no inexistentes) incertidumbres respecto de un futuro próspero.
Es necesario, sin embargo, advertir que no se trata de negar de plano y absolutamente la necesidad de mirar y comprender el pasado común; se trata sí, de apartarse de la lisonja irreductiblemente agónica de pensar que todo tiempo pasado fue mejor; o bien, de anhelar la reencarnación de personajes que, en el imaginario de algunas mentes, estarían llamados a reacomodar los trastes del carro desvencijado de una historia, que los contemporáneos no han tenido capacidad de comprender.
Es, reconocer a la “Tradición”, como elemento amalgamador del corpus social, de la historia y de la experiencia como referentes a los cuales acudir; uno (la tradición), de los tres pilares que junto con la “Autoridad” y la “Religión” conforman, según Hannah Arendt, la trilogía que soportó a la República Romana.
Valgan como ejemplo, en este sentido, los recientes llamados nostálgicos a pretender definir como una era dorada pretérita, aquella del dictador venezolano Pérez Jiménez, caracterizada por la corrupción, la tortura, la limitación de libertades ciudadanas y el manejo del Estado como una corporación propiedad de una camarilla.
Quizás, tales turbios anhelos, satinados con el velo confuso de los tiempos, solo persiguen la eterna trampa de esperar, al pie de las escaleras de las eras históricas la aparición, siempre irresponsablemente y acomodaticia, de un mesías salvador que haga el trabajo que aquellos trasnochados y embriagados por el pasado no se atreven o atrevieron ejecutar.
Es la justificación a la propia inacción y la cobardía. La pregunta es si esos anhelos pueden ser justificación de la definición de una decadencia en ciernes; o bien, ya efectivamente presente. Si se anhela una época pasada caracterizada por tales vergonzosas variables: ¡Bien descompuesto tenemos el presente!
Una época de prosperidad convoca la presencia de un conjunto de realidades diversas en beneficio de la vida, del bienestar de la mayor parte de la sociedad de una nación determinada; y, como nación, con una expectativa de futuro más o menos común. Sí, más allá de ese territorio que nos une o del idioma que nos hace (a veces) comprendernos y entendernos, el futuro mínimamente compartido como proyecto, complementa y completa la idea de nación.
Esa época de prosperidad, se caracteriza en su definición por la existencia de una “plenitud de los tiempos”, retomando a Ortega.
En esa plenitud, un deseo antiguo nacido y acunado en el seno de esa sociedad, debe haber evolucionado y acompañado los tiempos distantes, hasta que un día de la historia tal deseo se ve satisfecho; es decir, la sociedad, la nación lo alcanza, lo logra, lo que traduce el logro y la conquista de un bien como nación, trabajado por la sociedad toda o, por buena parte de ella. Mientras, en el transcurso, otros deseos deben haberse comenzado a forjar y a tomar cuerpo como metas a alcanzar al transcurrir… la historia.
Pero surgen preguntas, pertinentes por demás, entre ellas: ¿Quién o quiénes definen ese deseo futuro, ese anhelo que se debe trabajar y alcanzar como nación? ¿Cómo se reconocen, legitiman y sostienen sucesivamente, el ejercicio de liderazgos que, emergentes del seno social, asumen como tarea plural el logro del futuro, mediante un acuerdo dado en el espacio público? ¿De qué manera el mesianismo oportunista se debe desplazar para que la sociedad no caiga presa del engaño y se aborte el camino hacia el logro? ¿Qué sacrificios colectivos, entiéndase bien, colectivos, está la sociedad dispuesta a efectuar para alcanzar una plenitud de los tiempos? Y, ¿mientras tanto? Y mientras llega el triunfo por el logro de aquella meta nacional: ¿cómo construir victorias inmediatas a escala, concretas o bien simbólicas, que estimulen la andadura del camino? ¿Qué otros retos novedosos deben proponerse y asumirse colectiva y sucesivamente?
Porque, logrado uno, no es conveniente dormirse en los laureles del logro ya alcanzado y pretender que hasta allí conduce la historia. Es decir, si se deja de pensar en el futuro como posibilidad de evolución y avance de todos, se deja de ser nación. Una nación es, en muy buena medida, la idea compartida de un futuro común.
Pensemos… sin un futuro común, ¿a dónde necesariamente debe voltear la mirada esa sociedad? Tiene dos posibilidades: la primera, al pasado, a los lauros (si los posee, sino los inventará – y falseará la historia para crear una épica que la justifique); se comprenderá la imposibilidad de la intención a la luz de la propia historia.
La segunda, buscar y aplaudir ciegamente a un mesías salvador que le señale, no el futuro acrisolado en el acuerdo de una nación buscando días mejores; no, el futuro será el que decida ese líder mesiánico salvador (recordemos a M. Weber) y con él, se arrastrará la sociedad toda al desastre, al atraso y a la decadencia, para finalmente deponer ante la escalera de los tiempos, el colapso de una nación deshilachada. Allí adquiere dramático significado la aseveración de: “todo pasado fue mejor”.
Cuando una sociedad en conjunto piensa así, es que no tiene idea de cómo será su futuro, por lo tanto, no es ya una nación, sino una masa perdida de gente desesperada buscando ciegamente satisfacer necesidades inmediatas para sobrevivir al día a día, sin otro logro y/o compromiso que la saciedad instantánea.
Así, llega la violencia y aparece la envidia, el desprecio y la negación del otro, se batalla no por un anhelo, sino por arrebatar al ser de al lado un poco de comida para saciar el hambre. No se hace o se compra el pan, sino que se saquea la panadería: ¿y mañana? ¡Qué importa el mañana! Eso no existe. Ya se verá… Lo nefasto llega cuando es el propio régimen el saqueador.
Esa es la decadencia… la rotunda decadencia que hoy día toca a las puertas derruidas y desvencijadas de nuestra vapuleada Tierra de Gracia, que ya no da para más. ¡Ya no damos para más! La sociedad venezolana está exhausta, agotada, rota y dominada por la necesidad y la sorpresa del colapso. Es imposible hipotecar y entregar más el futuro de una nación que ya no lo es… ¡Porque se nos extravió el futuro! Y se piensa que no hay pasado válido al cual asirse la estirpe que sobrevive.
¿No hay?
Hablamos de estirpe, ¿dónde nuestra estirpe? Qué del joven que imagina un futuro para él, sus descendiente y el país en donde quiere vivir y trabajar; qué de la futura madre barrigona que anhela y cree y batallará por el futuro del fruto de sus entrañas; qué de los ancianos que son los primeros que salen a decirle a los vientos que los tiempos pasados fueron buenos; sí, es probable, pero los que vienen para los jóvenes, tienen que ser mejores, porque es el futuro y debe ser forjado por ellos mismos.
¡Ya basta! Esta catástrofe tiene nombres y apellidos, tiene responsables que pretenden eternizarse en el ejercicio de un dominio político inútil, solamente porque tienen miedo a que vengan por ellos, a que vengamos por ellos, por ladrones, corruptos, narcoterroristas, resentidos e inútiles. Deben asumir la responsabilidad por haber destruido a una nación, porque destruyeron el futuro posible que nos unía.
Entonces, debemos salir de ellos. Y que se haga justicia, sin revanchas insensatas; pero también, sin impunidades vergonzosas. Eso creo que se tiene claro.
¡Ya se trabaja en cómo! Muchos ya trabajan en hacer y diseñar futuro. Mientras tanto, comencemos a pensar, a imaginar el nuevo reto que debemos construir juntos para saber cómo será nuestro futuro y alcanzar la plenitud de tiempos nuevos.
Sin mesías salvadores. Porque creo, es de esperar, que aprendimos o bien, estamos aprendiendo la lección…
Miami, FL.