Desaparecidos: la responsabilidad del Estado, por Manuel Alcántara
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El máximo exponente de la maldad humana lo constituyó el terror nazi que, a pesar de ello, llevó el registro con minuciosidad de todas sus víctimas. Una práctica siniestra que condujo a Hannah Arendt a calificarla con el célebre apelativo de banalidad.
El burócrata anotaba escrupulosamente los pasos insertos en la cadena del mando totalitario. Treinta años después, sin embargo, bajo el paraguas de la doctrina de la seguridad nacional, un nuevo quehacer sistemático, pero sin luz ni taquígrafos, trajo a la represión institucionalizada en América Latina la figura de la desaparición forzosa. Los desaparecidos eran chupados en diferentes lugares y sus cuerpos se lanzaron al mar, fueron enterrados en cualquier paraje desértico o sin identificar en cementerios recónditos. Nunca quedó evidencia alguna de lo acaecido. Al dolor de la víctima torturada y eliminada se unía el de sus seres queridos, que permanecieron por años en la total incertidumbre, ante la indiferencia o incluso complicidad del Estado.
Hace cuarenta años la práctica de la desaparición de enemigos políticos se extendió por la mayoría de los países de la región amparada por instancias paraestatales, cuando no directamente estatales, y con el aliento de la administración norteamericana absorta en la guerra fría. Si bien los casos de los países del Cono Sur fueron los más conocidos, las cifras llegaron a ser aterradoras en Guatemala, así como en México.
La barbarie sancionó una práctica que en España se había vivido durante la Guerra Civil, sembrando de cadáveres anónimos las cunetas de las carreteras.
El legado de aquello todavía continúa en un proceso de necesario esclarecimiento y urgente reparación en el que el Estado tiene un papel primordial que desempeñar.
Héctor Castagnetto da Rosa desapareció el 17 de agosto de 1971. Fue visto por última vez en un lugar céntrico de Montevideo, a media mañana, de acuerdo con el informe de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente de Uruguay. Miguel Sofía, empresario de 70 años, que estaba requerido desde 2009 por homicidio especialmente agravado en calidad de autor en ese y otros casos, fue capturado recientemente y la jueza encargada del asunto lo imputó como responsable del secuestro, tortura y desaparición de Castagnetto.
La jueza dictó prisión domiciliaria para Sofía, quien integraba los escuadrones de la muerte, también conocidos como Comandos Caza Tupamaros o Defensa Armada Nacionalista (DAN), que eran grupos parapoliciales que operaron en las décadas de 1960 y 1970. La defensa impuso un recurso de inconstitucionalidad basado en la prescripción de los hechos.
En la otra orilla del Río de la Plata, el pasado 4 de diciembre, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) detalló que hay más de 600 cuerpos enterrados como NN (sin nombre, en latín nomen nescio) con su perfil genético que no fueron identificados. Entonces, pidieron a personas que buscan desaparecidos durante la dictadura que se acercaran para extraer muestras de sangre y así cotejar el ADN. Esta circunstancia acaeció en el marco del juicio que se sigue en la ciudad de La Plata por delitos cometidos en tres centros clandestinos de detención durante la última dictadura.
El drama, por consiguiente, no ha concluido. Hoy los hechos se enmarcan en un contexto diferente en el que los actores causantes de esa forma monstruosa de atentar contra la vida humana son variados, pero la presencia del Estado, no por ello, debe dejar de ser requerida. Los casos de desapariciones forzosas no dejan de estar permanentemente presentes y requieren una respuesta eficiente.
Así, el pasado 12 de diciembre la Sección de Ausencia de Reconocimiento de la Jurisdicción Especial para la Paz en Colombia, señaló la existencia de 2.094 personas que fueron víctimas de desaparición forzada en el área de influencia de la represa de Hidroituango en el departamento de Antioquia. Las desapariciones forzadas habrían sido ejecutadas por grupos paramilitares (Bloque Mineros y Bloque Metro), los frentes 18, 36 y 5 de las FARC-EP y por la Fuerza Pública. Los cuerpos fueron localizados en el proceso de construcción de la enorme represa. En otros lugares del país las desapariciones las ocasionó el narcotráfico.
Complementariamente, en México continúa sin resolverse el caso de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en septiembre de 2014.
Hasta la fecha se han encontrado restos de tres de ellos solamente. Los de uno fueron hallados lejos del basurero donde la versión oficial sostenía que los cadáveres habían sido quemados, por lo que es de suponer que los cuerpos de los estudiantes habrían sido dispersados en varios puntos añadiendo dosis de mayor violencia al asunto.
En estos casos, el carácter político de las víctimas se desvanece en un marco dibujado por la pobreza y la pertenencia a comunidades excluidas marcadas por un tipo de marginación que mezcla lo territorial con lo social. La brecha de la desigualdad genera una división que amplía el contingente de sujetos susceptibles de ser pasto fácil de una desaparición gratuita agudizando su probabilidad.
En un ámbito de orden muy distinto, pero con efectos similares, la nómina de desaparecidos en Guatemala y, sobre todo, en Honduras tras el paso de los huracanes Eta e Iota en noviembre pasado no ha podido cerrarse todavía, de suerte que se dará el caso de personas que habrán muerto, pero de las que no existirá constancia de ello.
En sendas circunstancias el Estado, hoy de derecho en la gran mayoría de los países latinoamericanos, tiene el imperativo de dar una respuesta en términos no solo reparadores y de ejercicio de la justicia sino también preventivos.
Manuel Alcántara es Catedrático y profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.
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