Desde mi venezolanidad todo lo sé, por Rubén Machaen
Twitter: @remachaen
Pocas cosas más presumidas que citarse a sí mismo. Pero de esta cita no salgo bien parado. Hace medio año escribí una monserga odiosa, dolida y resentida que decía así:
Desde mi venezolanidad todo lo sé. Porque ha sido tan dura, implacable y definitiva, que por ella pontifico, dicto cátedra, alerto y doy luces sobre qué hacer en el presente, porque conozco El Porvenir. Así, mayúsculo y en toda su extensión. Porque mi venezolanidad es mía y nadie como yo. Pregúnteme de Ciencias Sociales, cine, protesta, represión… Todo eso, usted verá, lo lleva a mi cruel y latente venezolanidad. Asómese, no sea cobarde, que aquí están las respuestas a todas las preguntas que tiene y también a las que no.
Justificarse es blandengue y cuestionarse supone introspección. Inclinándome por la segunda, después de masticar y recrear la tirria de mis palabras, entiendo que esto que siento tan mío, nos pertenece a todos: el sacrosanto —o maldito, según las vísceras del lector— derecho de haber perdido los papeles; buscar y hacernos culpables; erigirnos en jueces de lo nuestro y lo ajeno; empalar a los demócratas perpetuos y a los reaccionarios de teclado y calle (explicar las diferencias entre unos y otros es hundirse en un fango de obviedades)y perseguirnos.
Perseguirnos siempre y mucho. Perseguirnos porque hace mucho no nos encontramos.
Llegado a cierto punto, ya no se puede hablar de bandos sino de enemigos, y esos están en el gobierno. La adversidad nos hace perder los estribos y el problema, que a todas vistas es político nos permea hasta las vísceras y nos hace desdeñables.
Y no hablo en tono de buenista, pacifista de rigor o como oportunamente bautizó Ibsen Martínez a esa pléyade de engañados: fundamentalista del voto.
Hablo del ejercicio político. Ese que se pierde -cómo no. Razones hay de sobra— cuando más necesario resulta. Porque la política, como ejercicio cotidiano, más que necesario es saludable para cualquier nación que se diga —o aspire ser— democrática.
Pero la política nuestra. Es decir, la de ellos, es turbia, mafiosa, asentada y sí, magnánima. Tanto, que desde nuestra venezolanidad, terrible y doliente, creemos saberlo todo. Entonces pontificamos y dictamos cátedra a otros países; minimizamos aquello que no nos gusta y vemos con mirada condescendiente a quienes poco o nada tienen que ver con nuestra tragedia, y nosotros allí, desde el azul pantalla que ilumina nuestros teclados, les auguramos un futuro igual de oscuro, quizás para olvidarnos, por milésimas de segundos, de nuestro terrible presente.
Insisto en masticar y recrear la tirria aquella que me hizo pensar que desde mi venezolanidad todo lo sé. Vaya perorata absurda que todavía, para bien o para mal, me repito en el espejo.