Diálogos, dialoguismo y DDHH, por Rafael Uzcátegui
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En un artículo reciente, titulado «Las escopetas y las palomas«, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez realizaba varias preguntas para su país que son válidas para Venezuela: «Negarse a las posibilidades del diálogo como salida a una crisis política parece insensato. Pero en el caso de Nicaragua primero hay que preguntarse qué clase de diálogo, y con quién. Y para qué». La situación emanada del gobierno empotrado en Managua no es la misma que la derivada de las autoridades radicadas en Caracas. Pero entre ambos, por ahora, la diferencia es de cantidad, no de cualidad.
Desde una perspectiva de derechos humanos la resolución pacífica, institucional y democrática de los conflictos es un principio. Un defensor o defensora de derechos humanos siempre abogará por la noviolencia. Y cuando opta por la agresión, aunque sea bajo el argumento de la «legítima defensa», ya se ha transformado en otra cosa.
La derrota de la estrategia de la transición por colapso, como resultado de la fractura de la coalición dominante, que fue la que hegemonizó la maniobra democrática del año 2017, y luego en el «gobierno interino» del 2019, no lograron sus objetivos. Y este fracaso del movimiento civilista del país amerita la definición de un nuevo camino. Ante la falta de un «mantra» cohesionador como antaño, las opiniones son disímiles. Una de las que se ha configurado en los últimos meses es la que plantea lograr «acuerdos» entre el gobierno y la oposición, por lo que la hoja de ruta sería persistir, contra viento y marea, en los diálogos, ofreciendo a las partes los incentivos necesarios para que se mantengan dentro de la conversación. A este deseo, que la honra a la palabra empeñada sería suficiente para abrir las puertas de la democracia, la denominaré «dialoguismo».
Como afirma el autor de «Adiós muchachos» no somos tan insensatos en excluir a las conversaciones entre contrarios, y los potenciales consensos en consecuencia, como método de construcción política. Lo que nos parece una ingenuidad es pensar que por si solos, en el peor momento de debilidad del liderazgo democrático político y social, pueda tener un efecto diferente al que hasta ahora conocemos cuando el chavismo realmente existente conjuga el verbo «dialogar».
El dialoguismo argumenta que no nos encontramos ante una dictadura sino ante un Ejecutivo que ha tenido que, defensivamente, torcer sus pasos al autoritarismo como reacción ante el «radicalismo de la oposición». Y que, por tanto, Nicolás Maduro y su entorno son «demócratas acorralados», a la espera de los incentivos suficientes para retomar el sendero del estado de derecho y el respeto a la Constitución. A mal diagnóstico, peor estrategia.
Sobre los estímulos la reciente reunión de Bogotá, convocada por el presidente colombiano Gustavo Petro, ratifica que no existe la real voluntad de mantenerse en un mecanismo de interacción política si esto significaría el inicio de una erosión que pusiera en peligro la estancia indefinida en Miraflores. Según, salvo el poder todo es ilusión. Para el credo bolivariano la «revolución» –lo que sea que se enmascare bajo este nombre– es un absoluto, por lo que su ADN es ajeno a la alternabilidad en la gestión pública. Cuba y Nicaragua son un continuo del que forma parte Venezuela. Por ello, en la simulación, el costo de los estímulos estará siempre en alza. ¿Hay posibilidades de lograr que algunas sanciones internacionales sean eliminadas? Ahora pidamos el fin de la investigación en la Corte Penal Internacional. Y así.
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El dialoguismo argumentará que un buen negociante pide el todo para lograr algo. Y que lo importante es mantener abiertos los canales de comunicación. ¿Quién marcará el dial del teléfono rojo a Miraflores? El liderazgo político y social democrático, en este momento, no es una opción de poder que el interlocutor respete. Por ello los últimos telefonazos vienen con discado directo internacional, código de la ciudad de Washington. ¿Por qué agotar un mecanismo –el diálogo– , precisamente en el momento de mayor debilidad y fragmentación de los actores políticos y sociales del país? Es como montar una campaña para el acceso igualitario de los países al Mundial de Futbol de 2026 para enviar a la actual Vinotinto. La goleada en contra está cantada.
El diálogo, para ser efectivo, necesita de un músculo sociopolítico que lo respalde, que sea percibido como una amenaza creíble por quien se siente del otro lado de la mesa. Por ello, su precondición, de este lado, es el fortalecimiento de las organizaciones y gremios del país, con las capacidades para generar y protagonizar momentos de participación ciudadana que generen saldos políticos, sociales, simbólicos y culturales.
Traducido al lenguaje de derechos humanos, el rol de los defensores y defensoras en este momento es la defensa del espacio cívico, del conjunto de libertades –bajo amenaza– que permiten el ejercicio del derecho de libertad de asociación y reunión, acompañando a todos quienes bajo un contexto restrictivo deseen fortalecer el tejido cooperativo de base en el país.
Por su fidelidad a la causa de las víctimas, los defensores y defensoras enfrentarán una pretensión del dialoguismo: Usar la impunidad como zanahoria. Por ello continuarán alimentando la única disuasión actual del autoritarismo: ser investigado y responsabilizado de sus actuaciones por los mecanismos internacionales de protección, como la Corte Penal Internacional y la Misión Independiente de Determinación de Hechos.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo. Coordinador general de Provea.
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