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“Dime, qué comemos”, por Gustavo J. Villasmil-Prieto



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Dime qué comemos
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | noviembre 7, 2020

Twitter: @gvillasmil99


“Dime, qué comemos”.

El coronel no tiene quien le escriba (1961)

Gabriel García Márquez

En la Grecia clásica, la apokatéresis era una forma de suicidio en la que se elegía morir de hambre. Habiendo decidido poner fin a sus días, el suicida se negaba a comer hasta que finalmente sucumbía. Muchos en aquel tiempo optaron por esa forma de muerte cuando sintieron agotado su tiempo vital, en lo que se conocía entonces como kairotanasia. Fue el caso de Anaxágoras, el gran pensador presocrático a quien debemos conceptos como el de nous y el de kosmos, la manera griega de referirse a lo que conocemos como “mente” y “orden”: cuando quiso poner fin a sus días, se negó a tomar alimentos hasta que murió.

En la Venezuela del chavismo, muy distinto a la Hélade de los tiempos antiguos, la apokatéresis no tiene precisamente carácter electivo. Consternados hemos asistido en estos días a la tragedia de venezolanos desamparados ante la miseria que terminaron encontrando en la muerte la única liberación posible frente el horror al que les condenó la revolución, encerrándose en sus casas y abandonándose hasta exhalar su último aliento.

Son más de nueve millones los compatriotas arrojados en brazos del hambre, un tercio de la población. Ni la pandemia ni el tormento que se les inflige en las fronteras, como tampoco las largas distancias que hacen andando, el frío del camino, los pies rotos o la saña de personajes como la patética alcaldesa de Bogotá les pueden detener, pues marchan impulsados por la más primaria de todas las necesidades humanas: la de pan.

Hambre. Hambre pura y dura, enseñoreada en la Venezuela profunda hace rato y que hoy toca fuerte a las puertas de los hogares caraqueños. El 83 por ciento de las familias capitalinas no ingresa fondos suficientes para cubrir sus gastos de alimentación y el 74 por ciento se ha visto en la necesidad de limitar en extremo las comidas diarias, apretándose más y más el cinturón hasta ajustarse al poco dinero que se puede ingresar en el país con el más bajo salario mínimo en todo el mundo.

*Lea también: El pecado capital de matar a nuestro aliado natural, por Ángel Monagas

Investigaciones llevadas a cabo con la venia del régimen por el Programa Mundial de Alimentos, iniciativa esta recientemente premiada con el Nobel de la Paz, han arrojado luz sobre realidades tan dolorosas como la de venezolanos trabajando a cambio de algo que comer, vendiendo sus escasos bienes para comprar alimentos o, como lo sugieren los hallazgos de Landaeta-Jiménez y colaboradores, reduciendo progresivamente las porciones de sus comidas. La vieja premisa según la cual “donde comen dos, comen tres”. Que a nadie extrañe ahora que la población infantil desnutrida supere el 17% a escala nacional.

Súmese a todo ello la hiperinflación, unas sanciones internacionales en las que muchos centraron sus esperanzas de torcerle el brazo al chavismo y que terminaron volviéndose contra el ciudadano de a pie, la destrucción deliberada del aparato productivo nacional, la reducción de la producción petrolera a niveles que ni en la época de Gómez y la “bodegonización” del consumo, todo lo cual institucionalizó la profunda brecha que separa a los muy pocos que cuentan con medios suficientes para llevar a sus mesas las delicatessen que se les antojen frente a la inmensa mayoría de los que, por el contrario, dependen de un salario o pensión miserable, de una caja CLAP con bolsas de granos llenas de tierra y gorgojos o de la remesa que desde el exterior a duras penas logra enviarles el padre, hijo, hermano o cónyuge emigrante enfrentado a diario, entre otras muchas amenazas y dificultades, a humillaciones como las de la alcaldesa Claudia López Hernández, tan presta a inculpar a los nuestros por los problemas de su ciudad, como a cobrar los no pocos impuestos que a la misma pagan importantes empresas venezolanas.

Nada hay que comer en las alacenas de los hogares venezolanos. Las neveras están –me dicen aquí en mi hospital– “como la Plaza Venezuela de antes, doctor: ¡pura agua y luz!”. “¿Qué vamos a comer?”, se preguntan unos a otros en ocho de cada diez hogares venezolanos, con las familias contemplando el vacío de sus despensas y refrigeradores.

Evoca uno entonces uno el diálogo final entre el más célebre de los coroneles garciamarquianos y su inquisitiva mujer, insistiéndole sin tregua en una misma pregunta: qué iban a comer. Abandonada toda esperanza de recibir la ofrecida pensión de veterano de guerra y con el último resabio de fe puesto en el pico y los espolones de un gallo de pelea en cuya venta la pobre mujer veía la posibilidad de proveerse de algunos pocos medios para malvivir, el trágico personaje emitió la terrible respuesta con la que aquí concluyo:

“El coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto– para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: Mierda”.

Referencias:

World Food Programme (2019). WFP Venezuela Food Security Assessment Main Finding. Data Collected between July and September 2019.En: https://reliefweb.int/report/venezuela-bolivarian-republic/wfp-venezuela-food-security-assessment-main-findings-data

Maritza Landaeta-Jiménez, Marianella Herrera Cuenca, Guillermo Ramírez y Maura Vásquez. Las precarias condiciones de alimentación de los venezolanos. Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2017. An Venez Nutr 2018; 31(1): 13-26

García Márquez, Gabriel (ed.1974) El coronel no tiene quien le escriba. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, p.92.

Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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