Dolor venezolano, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Con admiración y fraternal afecto a mi colega y amigo profesor doctor Julio Castro Méndez, ucevista y varguista. Una vida médica fundada en el dictum ignaciano que llama a “en todo amar y servir”.
“…de este dolor eterno, de esta angustia
infinita, fatal, inmensurable…”
Juan Antonio Pérez Bonalde, “Flor”.
Llevo a gala ser amigo desde hace muchos años del doctor Julio Castro Méndez, destacado médico internista experto en enfermedades infecciosas además de notable bioestadístico. De extensa obra en el campo de las enfermedades tropicales, el doctor Castro Méndez es reconocido, además, por su valiente, indoblegable y sólidamente documentada denuncia de la catástrofe sanitaria generada en Venezuela tras casi 20 años de chavismo. Sin retóricas ni papelillo, Julio ha puesto en evidencia, “números en mano”, la profundidad de un drama sin precedentes en 70 años de historia sanitaria venezolana. Malaria, difteria, dengue, zika y chikungunya, escasez de medicamentos básicos, ausencia de recursos mínimos de apoyo diagnóstico y hasta de provisión de alimentos a los enfermos en hospitales venezolanos: a todo ello puso números tan estimado colega, irrumpiendo con enorme credibilidad y fuerza en un debate público en el que por demasiado tiempo los medios de comunicación privilegiaron a mucho “opinador” de oficio émulo del hombre aquel del diente roto del relato de Pedro Emilio Coll.
Fue el pasado 30 de abril en la sede de la OEA en Washington. Doce países solicitaron reunir a su Consejo Permanente para abordar la crisis humanitaria sin precedentes que vive Venezuela y que ha devenido en problema regional. Sobrio y valiente, lejos del irritante “famoseo” que seduce a tanto compatriota en cada oportunidad en que toca comparecer ante ese o cualquier otro organismo internacional, Julio apareció ante las pantallas de América identificado tan solo como profesor de la Universidad Central de Venezuela. Sin segundo pasaporte, visa diplomática, inmunidad parlamentaria, fuero o protección especial alguna, mi colega desmontó con contundencia ante ese alto foro hemisférico, una a una, las mentiras de un régimen que se propuso en su día reducir a escombros lo que quedaba del sistema sanitario venezolano y lo logró.
De acuerdo con el uso y costumbre de la OEA, correspondió a la representación del estado venezolano ejercer su derecho de palabra al final de la sesión. Fue entonces cuando vimos surgir desde el fondo de la miseria política y humana a un Samuel Moncada exclamando: “nosotros con nuestro dolor, con nuestro sufrimiento y con nuestra crisis veremos cómo resolvemos nuestros problemas, pero aquí no” (sic). Moncada es un personaje ampliamente conocido en los predios ucevistas. De obra sin mayor brillo, todo indica que su principal mérito radica en su vínculo con aquel militar felón de la lucha armada a principios de los 60 elevados años después a la categoría de prócer por la mitología marxista venezolana.
Pero ocuparnos aquí de la persona de Moncada no es cosa que interese mucho. Interesa más reconocer la inmensa vacuidad ética que su discurso trasluce. El referido “dolor” de Moncada no es suyo ni puede serlo simplemente porque no lo siente y jamás lo podría sentir. Porque tanto él como los suyos están lejos del sufrimiento que aflige al venezolano enfermo, como lejos de él también está toda la nomenklatura roja chavomadurista. No son las mujeres de los generales las que paren a sus hijos en una silla en la sala de espera de un hospital de maternidad desportillado. No son los hijos, padres o abuelos de ministros, embajadores o magistrados los que hoy apelan a la caridad pública para procurarse algún medicamento básico ni son carne ni sangre suyas las que agonizan en largas listas de espera.
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Toda ética parte del reconocimiento y la valoración positiva del otro. Tal noción resulta naturalmente ajena a la tesis marxista. El marxista tiene en la materialización de la idea revolucionaria un fin que le justifica de antemano. De allí que Stalin no se quejara ni de gastritis sabiendo que enviaba a la muerte a 4 millones de seres humanos entre 1932 y 1933 tras el decreto de socialización forzosa del campo en Ucrania, que Mao Ze Dong no haya referido el menor malestar sacrificando a 20 millones de chinos como consecuencia del tristemente célebre “Gran Salto Adelante” de 1958 o que sin ningún desparpajo Ernesto Guevara admitiera cierto día en 1964, ante la plenaria de la ONU, que en efecto estaban fusilando y que seguirían haciéndolo. Porque tanto horror cabe perfectamente en la contabilidad de sufrimientos que los pueblos deben descontar para que sus vanguardias comunistas puedan introducirlos al sueño de la sociedad sin clases. De allí pues que no pueda postularse la existencia de cosa tal como una “ética marxista”. Hablar de ello supondría incurrir en una contradicción en los términos.
La tragedia sanitaria venezolana no plantea para Moncada y su gobierno dilema moral alguno. Porque ni Moncada ni la “crema” sanitaria roja están allí para servir a la causa del venezolano enfermo. Ellos forman parte de una vanguardia que viene a consolidar la revolución comunista en Venezuela, ni más ni menos. La catástrofe referida por el doctor Castro no les puede merecer sino respuestas retóricas porque, contrariamente a lo que expresara Moncada en la referida ocasión, ese dolor les resulta totalmente extraño. Ese dolor infinito, esa angustia inmensurable del venezolano enfermo, pertenecen a un ámbito de la vida que para la revolución simplemente no existe