Don Quijote en Las Mercedes, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
«Y el viejo corcel de Ledesma reaparece hoy sobre la faz de nuestra historia con su ímpetu de mantenido frescor. Los nuevos filibusteros –ladrones de espacios y conciencias– andan entre las aguas de la Patria, amenazando nuestra economía y ultrajando la dignidad de nuestros colores».
Mario Briceño Iragorry, El caballo de Ledesma (1942)
Tras dejar el Zulia natal, nuestra ruta a Caracas nos trajo hasta uno de los tantos edificios de apartamentos en Propiedad Horizontal que se construyeron en Baruta para acoger a una clase media que se atrevió a soñar con la idea de un techo propio pagado a crédito, probablemente el mejor plan de viviendas que jamás se concibió en Venezuela.
Responsable cumplidor con cada una de las cuotas de aquella hipoteca, mi padre – un pediatra al servicio del antiguo MSAS– no podía permitirse el lujo de ponernos a estudiar en exclusivos colegios de «alta gama», pero tampoco se resignaba a que mis hermanos y yo nos educásemos fuera de un ambiente católico.
La solución al dilema vino de la mano de ese santo llegado desde Bélgica fundador de las escuelas parroquiales de Baruta: Monseñor Emilio van de Velde, quien nos inscribió «en bloque» a mis hermanas y a mí –nuestro hermano mayor, Humberto, estaba por iniciar estudios universitarios– en la primaria que durante muchos años funcionó justo al lado del viejo templo parroquial del pueblo.
Una mañana que todavía recuerdo, mis hermanas y yo entramos a aquella pulquérrima escuelita vistiendo nuestras franelas con el emblema del célebre cacique mariche y la imagen de la Santísima Virgen rematado con el motto que rezaba «Pro Deo et Patria». Ese día entendí que Baruta, el pequeño pueblo que me acogía, sería para siempre.
Allí hice amigos que hoy son hermanos, jugando a «la ere» bajo la sombra del muro de la fachada sur del templo consagrado a la Santísima Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario en 1655, 35 años después de la fundación del pueblo y más de 80 desde que, en 1568, por estas mismas tierras, campeara a quien con justicia es recordado como su fundador: el salamantino Alonso Andrea de Ledesma.
Don Alonso había llegado a Venezuela por Coro procedente de Santo Domingo y participa en la fundación de El Tocuyo, desde donde se organizó la ocupación progresiva del territorio que le diera a Venezuela su actual fisionomía. Hasta estos valles llegaría con Diego de Losada, contándosele entre los fundadores de Caracas en 1567 y de allí partiría hasta tierras baruteñas al año siguiente, a título de encomendero.
No faltará quien todavía, amparado en la «leyenda negra» que tan funcional fuera a los intereses británicos y neerlandeses en el Caribe de antaño como ahora a los del marxismo cultural, reniegue de la monumental obra de España en América. A ellos digo que tal obra, de la que el viejo templo parroquial de Baruta – el tercero más antiguo todavía en pie en Venezuela– es testigo, fue expresión de la decidida voluntad ecuménica de aquel inmenso imperio en el que se decía «jamás de ponía el sol». Don Carlos genuinamente creyó estar en el deber de reunir alrededor de su cetro a toda la cristiandad.
Fue así como América se plenó de «pueblos de indios» que, siguiendo el argumento del doctor Naudy Suárez Figueroa en sus notables estudios al respecto, con sus templos, sus plazas mayores y sus cabildos implantaron la institucionalidad hispana desde Oregon hasta la Tierra del Fuego en un esfuerzo civilizatorio solo comparable al de la antigua Roma.
Hispanos somos. En la lengua de Castilla están escritos nuestra historia y nuestros dolores, nuestras glorias y fracasos, nuestras luchas y nuestros sueños. Es en español que amamos, que arrullamos a nuestros hijos y rezamos por nuestros muertos. Hispanos son ciertamente nuestros defectos, pero también muchas de nuestras virtudes. La elipse vital de Don Alonso lo dejó probado aquel 29 de mayo de 1595, cuando se ciñó la vieja armadura de conquistador y galopó lanza al ristre para plantarle cara a Amyas Preston como único defensor de la desvalida Caracas. Herido de muerte por los piratas ingleses, no pudieron estos sino prosternarse ante el cadáver del viejo hidalgo castellano de larga y blanquecina barba que tanto nos recuerda hoy a las del venerable caballero andante de los campos de La Mancha.
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Hay quien ha dicho que la historia de Don Alonso inspiró al gran Cervantes en la de su homónimo Alonso Quijano, el del Caballero de la Triste Figura. Los tiempos dan, pues el relato del Ingenioso Hidalgo fue publicado en 1605. Pero aun así resulta una tesis muy poco probable. Pero ello no es tan importante como el hecho cierto de que, sí hubo quijote en España y en América, fue porque ya existían en ambas orillas del Atlántico el espíritu y la esencia de lo quijotesco; espíritu y esencia que no han podido ser ni rusos ni chinos, sino hispanos y que nos hincan la espuela en el alma cada día llamándonos a oponer el valor y la hidalguía a la cobardía y la indecencia de estos tiempos. En ellos vio nuestro gran Mario Briceño Iragorry el modelo a seguir en la forja del alma venezolana enfrentada a la ardua tarea de constituirnos en una nación decente.
He vuelto a recorrer el viejo pueblo de mi infancia, hoy cubierto por la mugre y al abandono. En la plaza me aguarda el mismo bronce del Libertador al que honrábamos los niños de la escuelita parroquial cada 19 de agosto, celebrando la fundación del pueblo, y que los vecinos erigieron por suscripción popular décadas atrás.
A juzgar por la actual población del municipio, hace mucho que debió ser sustituido por una estatua ecuestre. Pero el corazón de la Baruta de mi infancia, el antiguo pueblo de indios, ya no está ni en el viejo templo ni en su plaza, por lo que el tema no es del interés de nadie: está ahora en Las Mercedes, en cuyas calles se impone, por sobre cualquier ordenanza municipal, la ley del billete verde.
Cuesta imaginar hoy a nuestro quijote americano recorriendo los predios de su antigua encomienda a lomos de un caballo flaco, puestos el yelmo y la vieja armadura de guerrero y pasando frente a edificios de oficinas vacíos, bodegones, casinos, restoranes y botiquines exclusivos que surgen de la noche a la mañana en un país lleno de hambrientos. Ni la corporación municipal baruteña se salva de la carcoma, como que, en junio de 2021, ¡fueron sus propios ediles los que acordaron imponer la más alta condecoración de la Cámara a la impresentable Piedad Córdoba!
¡Villa del Rosario de Baruta de mi infancia, pueblo pequeño y gentil que me acogiera en las aulas de su escuelita parroquial hace tantos años! Condoliéndome de tu infortunio, reivindico la memoria de tu tenaz fundador, el quijote americano que rindió la vida en feroz combate contra el pillaje, la cobardía y el deshonor. Aquel mismo desafío sigue hoy más vigente en la Venezuela moralmente herida que somos. Probablemente más que nunca.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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