El 4 de septiembre Chile decidirá su futuro, por Rubén Martínez Dalmau
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“Chile abre un camino que otros pueblos de América y del mundo podrán seguir”. La frase la pronunció Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970, el día que ganó la elección presidencial. Medio siglo después se podría repetir palabra por palabra en una fecha similar: el 4 de septiembre de 2022, cuando se celebrará el referéndum “de salida” -como es conocido en estas tierras australes- de la primera constitución democrática chilena.
No ha sido un proceso fácil. Ningún proceso democrático lo es. Mientras las constituciones pactadas son negociadas por unos cuantos hombres en despachos privados o reservados de restaurantes de lujo, las democráticas exigen consensos, diálogo, respeto y, en especial, tiempo.
En el caso chileno, el tiempo ha sido sin ninguna duda un escollo. Puede parecer que un año -que será finalmente el plazo que usará la Convención constitucional- es mucho tiempo para redactar una Constitución, pero desde luego no lo es cuando por primera vez todos los sectores sociales del país se convocan para escuchar primero y aprobar después.
Así es como lo ha hecho la constituyente chilena: ha dedicado una parte importante del tiempo a recibir propuestas, atender sugerencias y escuchar a la gente, y ahora está en pleno proceso de acuerdo y aprobación. Todo debe estar listo para la entrega del proyecto de constitución al Presidente de la República dentro de tres meses.
A lo que cabe añadir tres elementos que están permeando el proceso constituyente: por un lado, la gran pluralidad representada en la Convención, que no es otra cosa que la traducción de las diversidades de una sociedad como la chilena. La constituyente es paritaria, es diversa, incluye a sectores ideológicamente opuestos, y está formada mayoritariamente por mujeres y hombres que provienen de movimientos sociales y que han tenido escasa o ninguna trayectoria en partidos políticos.
Cabe tener presente que la constituyente incorpora a los pueblos originarios a través de los denominados “escaños reservados”. Nunca antes en Chile había ocurrido algo igual. Mapuches, Aymaras, Rapa Nui, Atacameños, Diaguitas… pueblos indígenas a los que nunca se les había escuchado están ahora participando en la redacción de una nueva Constitución. “Han estado siempre ahí, pero no los veíamos”, comenta una convencional con tono bajo.
De hecho, han estado ahí mucho antes de que llegaran los procesos de modernización de Chile que excluyó e invisibilizó a los pueblos indígenas. Ahora tienen la oportunidad de argumentar desde sus escaños; toman la palabra en las comisiones, levantan la voz en el pleno, y ponen sobre la mesa conceptos tan avanzados como el reconocimiento de la plurinacionalidad o la consideración de la naturaleza como sujeto de derechos.
En segundo lugar, el procedimiento constituyente chileno es, por garantista, enormemente dilatado en los tiempos y las formas. Cuando se redactaron las normas reglamentarias para el funcionamiento de la Convención se apostó porque no hubiera un solo resquicio a la discrecionalidad y los temas pudieran ser debatidos una y otra vez. No es suficiente con los acuerdos en comisión, sino que todo es susceptible de ser debatido una y otra vez en los diferentes órganos de la constituyente a través de las “indicaciones” y las aprobaciones particulares.
A esto cabe añadir una circunstancia nada menor: la necesidad de que sea un quórum reforzado, los dos tercios del pleno, que tiene la capacidad de otorgar la última palabra en la aprobación. Esta era una gran batalla si una minoría de la Convención se empecinaba en boicotear la constituyente, porque tendrían siempre capacidad de veto ante cualquier aprobación por parte de la mayoría.
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Pero, por otro lado, los dos tercios han servido para ampliar el espectro de los acuerdos, buscar propuestas entre diferentes grupos ideológicamente alejados y, en definitiva, redactar una Constitución más consensuada. No creo equivocarme si afirmo que Rousseau estaría muy contento con el procedimiento (no sé si tanto con el resultado).
En tercer lugar, si algo ha caracterizado el proceso constituyente chileno, además de ser profundamente democrático, ha sido su capacidad de innovar. No solo en la propia generación de debates que se producen en la sede de la Convención, el edificio del antiguo Congreso, entre las calles Morandé y Bandera, a una cuadra de la siempre concurrida Plaza de Armas santiaguina y a un tiro de piedra de La Moneda, sino también en lo que respecta a la historia constitucional chilena, que en sus de dos siglos de vida no había experimentado nada semejante.
La nueva Constitución significaría una revolución jurídica necesaria para la transformación social que reivindica el pueblo chileno permanentemente, y que tuvo en el “estallido social” de octubre de 2019, el día que ardió Santiago, su más visible expresión.
En definitiva, hay fecha para que el pueblo chileno decida sobre la actual generación y las generaciones futuras: el 4 de septiembre de 2022. El voto será obligatorio, por lo que se espera una gran afluencia a las urnas. Las chilenas y los chilenos podrán decidir si mantienen la constitución pinochetista de 1980 o avanzan hacia una norma suprema de hondas raíces democráticas. Algunas encuestas poco halagüeñas anuncian la victoria del desapruebo. Por ello, se aceptan apuestas; yo ya hice la mía y posiblemente no me equivoque.
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