El año del gato, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“On a morning from a Bogart movie
In a country where they turn back time”
(En una mañana de una película de Bogart
En un país donde retroceden el tiempo)
Al Stewart, “Year of the Cat” (1976)
Los agostos, de unos años para acá, no por soleados se me han hecho menos tristes. Recuerdo fue en 1977 –tendría yo 15 años– la primera vez que escuché aquella pieza de Al Stewart en la que piano, batería y guitarra se fundían en una melodía de embrujo que servía de fondo a una letra llena de reminiscencias de Humphrey Bogart y de Rick, su personaje en la mítica «Casablanca» de 1942. No sabes tú lo mucho que me conmoví cuando me dijiste que también la amaste tan solo al oírla, como yo hace más de cuatro décadas. Los años pasan inexorablemente, como una poderosa aspiradora de vida que succiona más y más mi tiempo alejándolo del tuyo. Y porque nada hay que ponga remedio a tan inmenso abismo, me consoló un poco compartir contigo la misma emoción oyéndola, fascinado como he vivido siempre por todo lo que no existe ni pudo ser. Como ese pretendido año del gato que creo no aparece en ningún horóscopo.
Chinos y griegos, que de eso sabían, pusieron en sus astrologías a tigres y a leones, felinos absolutamente serios. Pero jamás a gatos. Por eso será que nunca hubo tal año, como tampoco París para Rick y Lisa cuando se despidieron al pie de aquel avión. Hay cosas que ni fueron y posiblemente nunca serán, pero que no por eso pone uno menos pasión en ellas. Mi generación fracasó en su empeño de liberar a este país y así hay que decirlo, con todas sus letras, por doloroso que suene. No pudimos –o no supimos, que al fin y al cabo es lo mismo– descifrar las claves de un tiempo que, más que una coyuntura compleja, supuso un verdadero cambio epocal. Desde que así lo comprendí, la vida se me ha vuelto simple como la de un desterrado, solo que viviéndola aquí dentro. Será por eso que busco consuelo en este café que tanto te recuerda, hojeando libros viejos que ya nadie lee mientras tomo notas en arabescos escritos en el reverso de algún pedazo de papel que me encontré en el bolsillo la bata del hospital.
Ahora se me llama a fumar la pipa de la paz en salones y restoranes, estrechando la mano de quienes destruyeron todo lo que más amé, en nombre de una concordia sin honor. «!Si ahora en Caracas ahora hay de todo», me dicen, «vive tu vida y sé feliz». Tienen razón: aquí ahora hay de todo. Desde calles cubiertas con sombrillas como en Àgueda hasta conciertos de cantantes en decadencia que cierran con el exhorto de «agárrense de las manos» ante una sala llena de nostálgicos con dinero, mientras el manager verifica que el pago por transferencia haya «caído».
Según se le mire, nada que alguien vea en Europa o en el «imperio» falta aquí, siempre que se tenga dinero verde para pagarlo. Sobre el origen de tales billetes seguro que nadie indagará mucho porque en materia de escrúpulos, en Venezuela ya son pocos los que destacan.
Obediente como una domesticada fiera de circo, Venezuela al fin pasó por el aro. Abandonados en su dolor quedaron las viudas, padres e hijos de tantos caídos cuyos féretros despedimos cubriéndolos con la bandera tricolor. Como a su suerte quedaron los exiliados, los presos y la inmensa grey de más de siete millones de venezolanos de la diáspora peregrinos en un mundo hostil en el que el dinero es más libre que la gente y nadie quiere saber nada de pobres.
De los que quedaron atrás, mejor ni te cuento. Ahora me llaman a que «cohabitemos», a que nos hermanemos en el consumo y en la voluntad común de pasárnosla bien. ¿La república? ¿Para qué la queremos, me dicen, si ahora hay bodegones, esa rara hermandad en la que los más degustan –si acaso– papas fritas americanas y una modesta cerveza en una playa pública, mientras unos pocos descorchan a La Viuda Clicquot a bordo de un yate anclado en Los Roques o, mejor aún, en un guateque de vivianes en la cima de algún lejano tepuy? Mira tú: hasta médicos y odontólogos hay que ya no exhiben con el orgullo de antes, en las paredes de sus consultorios, los diplomas ganados con mérito: ¿para qué, si menos esfuerzo exige retratarse en una gran valla publicitaria o aparecer batiendo caderas en Tik Tok?
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Las grandes narrativas han muerto. Las banderas que un día enarbolamos han sido arriadas y apenas si quedaron para cubrir los cadáveres de quienes por este país todo lo dieron. Si la república es ahora un bodegón, la patria es un casino, el hogar un hotel «todo incluido», la escuela una factoría de cerebros impermeables a la grandeza, la calle una vitrina de centro comercial y la empresa un remate de caballos. ¿Para qué, entonces, habríamos de necesitar épicas y, muchísimo menos, éticas en esta Venezuela en la que todo «se está arreglando»?
Un hombre no siempre está obligado a triunfar. Pero sí lo está a dejar un testimonio limpio de sí. Di de mí lo más y mejor que pude, poniéndolo todo al servicio de un país que no fue. En ello dejé mi juventud, tan distante hoy de la tuya. Lo que haya yo de hacer con el tercio de vida que me queda ya lo imaginarás: rendirlo aquí, en las salas de este olvidado hospital público, con la Venezuela que quedó desterrada de los videos institucionales del régimen. Me quedaré a vivir en el país «feo» que nadie quiere voltear a ver, en la Venezuela sin futuro que no es rentable ni tiene fuerzas más que para esperar la llegada la remesa que mitigue por unos pocos días el tormento de la necesidad y del hambre. ¿Te parece que estoy abandonado toda esperanza? Tienes razón.
La esperanza es una ilusión boba con fecha de vencimiento. Pero la fe, ¡ah, la fe! ¡Esa certeza de lo que no se ha visto, incluso si es improbable que llegue a verse! La fe es lo único que perdura. Y lo único que me mueve. En ella reside la fuerza que sostiene a quien, como yo, se lame viejas mientras acopia fuerzas para levantarse y seguir.
Con José Rafael Pocaterra digo que Venezuela será lo que debe ser porque alguna vez fue. Lo creo firmemente. Por eso vuelvo por aquí una que otra tarde, con la vana esperanza de que aparezcas. No creo que ocurra, pero si así fuere, encontrarás en su mesa de siempre, con el mismo «macchiatto» en frente, a un hombre ciertamente más viejo, pero todavía firme en su voluntad de nunca claudicar ante quienes le piden, como al bíblico Esaú, entregar el alma por un plato de lentejas.
Te espero entonces. Te espero, aunque no vengas. Quien quita y alguna vez te vea llegar por aquí, sonriente, como en otros tiempos. A lo mejor en un agosto caluroso como este, en el imposible Año del Gato.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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