El Darién y la mina como derroteros, por Luis Francisco Cabezas
Twitter: @luisfcocabezas
Hace unos días en San Félix, estado Bolívar, conversaba con un joven que me mostraba orgulloso su sembradío de perejil, ají dulce y otros rubros. Confieso que al principio me costaba entender lo que decía. Se atropellaba al hablar, pues a la prisa característica de su acento oriental se unía su emoción, su pasión, por mostrar lo que parecía ser su logro más grande y reciente. Me explicaba con pedagógica propiedad todo lo que había aprendido en su taller de agricultura, y su efectivo método para sacar el mejor provecho a los utensilios e insumos recibidos para el cultivo.
Me contaba sobre las medidas del conuco y de cómo guardó la distancia entre surcos, tal como le enseñó la experta agrícola. «Venga y mire», me dijo, mientras me invitaba a pasar al patio trasero de su casa, donde me mostró unas pelusitas blancas en las hojas. «Eso es un bicho, pero ya lo estoy controlando con los fungicidas ecológicos que aprendí a hacer», remarcó con seguridad.
Me entusiasmaba demasiado ver su alegría de mostrar su logro. «No vengo a evaluarte, porque no sé nada de agricultura, pero lo que sí puedo decirte es que me has enseñado muchas cosas en estos instantes y tu siembra está hermosa», le expresé afectuosamente . En un instante, su rictus cambió y me confesó: «Mi señor, esta es mi última apuesta, si no logro salir adelante, tendré que irme a la mina; tengo unos primos allá, a algunos les ha ido bien, bueno al menos están vivos, pero de otros hace tiempo que no sabemos.
Y quiere que le diga algo… –cuéntame, le interrumpí– la mina se traga a la gente, y cuando uno deja de saber de alguien, solo quedar decir «Dios lo haya perdonado». Allá es mejor no hacer muchas preguntas. Y aquí en San Félix –mire, dijo en tono melancólico mientras señalaba a unos muchachos que jugaban en un promontorio de basura– lo que hay es necesidad». Me marché con un afectuoso apretón de mano y le manifesté mi deseo de que las cosas mejoren y la mina salga de sus opciones.
Luego me fui a otro sector. Las calles y condiciones de las viviendas eran el presagio de otra terrible historia. Nuestro guía era un chaval miembro del hogar que visitaríamos. Al llegar me recibieron otros dos niños más pequeños. Desde una oscura casa –que mostraba vestigios de haber sido un proyecto de vida serio en una mejor época–, salió una señora mayor con andar nada vigoroso; por cierto, luego de ver su fecha de nacimiento pude comprobar que entre su edad cronológica y fenotípica había una diferencia importante. Me pregunté ¿cuántos años le sumó la pobreza al rostro de esta mujer? Al ver que íbamos con la intención de ayudarla, la señora rompió en llanto.
Tras una breve pausa, se calmó y me contó que durante un mismo año murió su esposo por la covid-19, a su hijo lo mataron, su hija se fue a la mina y ya tiene dos años que no sabe nada de ella. «Y aquí estoy señor, con estos tres muchachos –sus nietos–, enferma y sobreviviendo». Pocas veces, en mis muchos años ya de trabajo social, una situación me había conmovido especialmente; esta fue una de ellas. La señora me dijo algo que también comentó el voluntarioso agricultor: «a mi hija se la tragó la mina».
A 1.066 Kms. de distancia de estas dos historias –en Barquisimeto, específicamente– me topé con otra realidad. El Domingo de Ramos llevé a mi hijo mayor y mi esposa a misa en la Iglesia San Salvador, en la Fundación Mendoza, zona donde transcurrió buena parte de mi infancia. Quería que conocieran dónde está descarriada oveja hizo su primera comunión. Mientras culminaba la misa, me quedé con mi chamo más chico en el campito frente a la iglesia, viendo una buena partida de fútbol.
Recordé las tantas veces que jugué en ese polvoriento espacio. Estando allí me reencontré con alguien del barrio y lo abordé. De inmediato me dijo: «Cabeza», mientras soltaba un acompasado «Na’ guará». Empezamos a recordar gente, cosas del barrio, hasta cuando salió la clásica pregunta ¿cómo está la vaina? Le conté en qué andaba y me atajó con: «Tú eres igualito a tu mamá que siempre estaba ayudando a la gente».
Me habló acerca de su difícil situación y en resumidas cuentas termino diciéndome que «la opción es irme a cruzar el Darién». De inmediato le riposté sobre los peligros que suponía esa travesía. Alguien desde un carro le llamó y nos despedimos rápidamente. Antes de marcharse me dijo: «Tienes razón ‘Cabeza’ ese camino es feo, pero aquí no tengo camino y pa’ estar guindado, es mejor caer».
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Ya de vuelta en Caracas, hace unos días atrás, pudimos ver en las noticias de sucesos cómo a un joven que deseaba ser piloto de avión y que estaba bastante bien encaminado en esa meta, le fue arrebatada la vida por dos funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana. Tras conocerse el fatídico hecho, el padre de la joven víctima declaró: «el que tiene hijos aquí, tiene que sacarlos». Como padre, esas palabras aún me retumban. Algunos dirán que hablaba desde el dolor de un padre que perdió a su hijo, pero en el fondo hay una verdad del tamaño de la Catedral de Toledo: sin imaginarlo, nos convertimos en un país de pocas certezas, donde cualquier plan tiene expectativa de vida muy corta, en el que siempre se está esperando a ver qué pasa, pero en el que el tiempo no se detiene.
Somos un país donde las oportunidades para las cohortes más jóvenes son limitadas, y quedarse se convierte en una especie de decisión arriesgada o desafío, marcada más por los afectos y el arraigo, que por una real posibilidad de estructurar una vida futura que suponga bien estar y bien vivir. Devolver las certezas es una urgencia. Está nación debe ofrecer algo más que la voraz mina o el salvaje Darién, de lo contrario el daño a las cohortes más jóvenes será devastador .
Luis Francisco Cabezas G. es Politólogo. Máster en Acción Política, especialista en Programas Sociales. Director general y miembro fundador de Convite A.C. También es Fellow Ford Foundation y Fellow Ashoka
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