El Día de la Mujer en Venezuela, por Luis Alberto Buttó
Twitter: @luisbutto3
Mucha agua ha corrido bajos los puentes desde que hace algo más de un siglo, en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas escenificada en la capital de Dinamarca, la líder comunista Clara Zetkin propuso la celebración de un «Día Internacional de la Mujer»; moción esta que, al resultar aprobada, dio pie para que, a partir de ese momento, gracias al esfuerzo desplegado en este sentido por organizaciones de mujeres vinculadas a las corrientes de pensamiento identificadas con el ideal del socialismo, dicha celebración se pusiera en práctica en diversos países.
Igualmente, es bastante el tiempo transcurrido desde el momento en que la Organización de Naciones Unidas celebró en 1975 el Año Internacional de la Mujer y, por resolución adoptada a finales de 1977, instó a los Estados miembros a que estableciesen formalmente en sus respectivos territorios la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, lo cual trajo a buena parte de la humanidad a esta celebración que ocurre cada 8 de marzo.
*Lea también: Las utopías, por Gisela Ortega
Lo realmente decepcionante en esta historia es que en sociedades como la venezolana, asoladas por el brutal deterioro de las condiciones de vida de su población, donde el empobrecimiento de la abrumadora mayoría de la gente ha sido sostenido e implacable como resulta de la vigencia de dos décadas de un modelo económico ideológicamente anacrónico y primitivo, la lucha de las mujeres haya tenido que retroceder, por ejemplo, de la exigencia de paridad de derechos en materia política o laboral —como corresponde en función de la igualdad entre los seres humanos que es objetivo inquebrantable de los regímenes democráticos— a un combate desesperado por mantener la más elemental sobrevivencia.
Para decirlo apelando al incuestionable lugar común, los dolores del mundo son mayores en las mujeres. La angustia porque el poder adquisitivo se desvanece progresivamente, producto del indetenible proceso inflacionario, está presente en las mujeres venezolanas que forman parte del segmento de pobreza, las que día tras día, en abastos, mercados, supermercados o ventas de ocasión como las que se montan en las calles del país, realizan proezas inenarrables para estirar la compra que de por sí está condenada de antemano a ser exigua. Son mujeres que arrastran un profundo dolor en el alma: no les alcanza para alimentar a su familia.
Son las mujeres que se ven acompañando a sus seres queridos que convalecen en los espacios desangelados que son los hospitales. Mujeres que saben a lo que se enfrentan y eso les desgarra el ánimo.
No necesitan que por redes sociales se les cuente sobre la escasez de medicinas, sobre el altísimo costo de estas, o sobre la inexistencia de equipos o insumos. Lo experimentan en carne propia. La tristeza que genera la incertidumbre así nacida las envejece antes de tiempo.
Son las mujeres, las madres, las abuelas, las tías de la diáspora. Las que no pueden abrazar a su retoño plantado en tierras lejanas y extrañas. Las que se encuentran en esa situación como consecuencia de la implantación absurda de un proyecto político excluyente y sectario, absolutamente inútil en eso de trazar líneas para dibujar el futuro, pero completamente eficiente en la tarea de desbaratar el presente, razón por la cual ha demostrado insana capacidad para expulsar allende las fronteras a los hijos que aquí deberían permanecer para enrumbar el país por la senda del progreso.
Mujeres que, en su propia esencia, son pródigas en proporcionar cariño y, ahora, por el reinado de la iniquidad, no pueden hacerlo.
En fin, sería imposible narrar en tan poco espacio lo dramático que es hoy en día ser mujer en Venezuela. Así las cosas, celebrar el Día Internacional de la Mujer en este país, en los tiempos que corren, no puede tener otra expresión práctica que no sea la de mantener incólume la lucha para alcanzar tiempos verdaderamente mejores.
Tiempos donde no imperen el hambre, la soledad, el sufrimiento. Tiempos en los cuales la esperanza no sea el único refugio, sino punto de partida para la construcción de una sociedad donde realmente valga la pena vivir. No el remedo de convivencia en el que se nos pretende mantener arrinconados por el desaforado deseo de unos cuantos de regar miseria a cambio de permanecer en el poder.
Luis Alberto Buttó es Doctor en Historia y director del Centro Latinoamericano de Estudios de Seguridad de la USB.