El día en que Internet se detuvo, por Arthur Coelho Bezerra
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Bastaron poco más de diez años para que la World Wide Web, inventada por Tim Berners-Lee en 1989 y abierta al mundo en 1991, alcanzara a un tercio de la población del planeta y llegara a casi 2.500 millones de usuarios interconectados en 2012. El 18 de enero de ese año, sin embargo, Internet dejó de funcionar.
La interrupción de la red mundial no se debió a ningún problema técnico; fue, de hecho, un acto político, impulsado por miles de plataformas digitales que suprimieron o interrumpieron temporalmente sus contenidos en línea para protestar contra dos propuestas de ley que se estaban tramitando en el Congreso de Estados Unidos. Quienes intentaron visitar algunos de los sitios web más populares del momento, aquel 18 de enero, se encontraron con mensajes de oposición a tales proyectos de ley: la Stop Online Piracy Act (SOPA) y la Protect Intellectual Property Act (PIPA) (Detener la Piratería Online y Proteger la Propiedad Intelectual, respectivamente).
Tales propuestas legislativas representaban la bala de plata de la industria cultural estadounidense contra lo que denominaban «piratería digital», categoría que incluía el acceso no remunerado a bienes culturales en Internet, aunque fuera para consumo propio. Apoyados con puño de hierro por las asociaciones de la industria cinematográfica y fonográfica, esos proyectos de ley, de aprobarse, ampliarían la capacidad de aplicación de la legislación estadounidense sobre derechos de autor para incluir la descarga y el streaming de contenidos protegidos por derechos de autor.
La marea, sin embargo, soplaba a favor de los barcos piratas, con la bandera de la libre circulación de la información y la cultura enarbolada por el propio Berners-Lee, capitán de mar y guerra del movimiento. Junto al inventor de la World Wide Web, estaban la Wikipedia británica y organizaciones de derechos digitales sin ánimo de lucro como Fight for the Future y Electronic Frontier Foundation.
Sobre la ola de piratas de la cultura libre surfeaba un grupo de empresas comerciales, en su mayoría, recién fundadas por jóvenes blancos, procedentes de prestigiosas universidades estadounidenses. Los nuevos corsarios de Internet serían pronto conocidos con el sobrenombre de big tech: prometedoras corporaciones tecnológicas cuyos recursos financieros ya hacían frente, en 2012, a los doblones invertidos por las viejas industrias culturales en el mercado legalizado de los lobbies del Congreso estadounidense.
Más evidente que la disputa económica en los pasillos de Washington fue, no obstante, la batalla librada en el terreno de la ética. Frente a la maximización de los derechos de propiedad intelectual, que fue reclamada por viejas corporaciones como Warner, Disney, Universal y Sony, las nuevas empresas de Internet recurrieron al tarot de los valores humanos universales para tirar las cartas de la libertad de expresión y el derecho de acceso a la información, pero personificando la figura de paladines guardianes del arte, la cultura y la diversidad. Tal personaje, antes de la llegada de los outsiders digitales, lo encarnaban precisamente las industrias cinematográfica y fonográfica, que gozaban de enorme prestigio y protagonismo desde la conquista del salvaje oeste norteamericano, embelesando corazones, mentes y bolsillos con sus películas y discos.
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Este idilio, sin embargo, empieza a sufrir turbulencias con el desarrollo de la tecnología digital, que permite potenciar lo que Walter Benjamin denominó la reproducibilidad técnica de la obra de arte. Las nuevas posibilidades de copiar, reproducir y compartir contenidos culturales e informativos a través de Internet se han convertido, en el siglo XXI, en una amenaza para los modelos de negocio construidos en torno a la explotación de los derechos de autor.
Para los defensores del libre tránsito de información en la red, tales modelos representan el inmovilismo, la petrificación, el estrangulamiento de la circulación; en el límite, la muerte de la cultura. En el discurso de la industria cultural, en cambio, se hace hincapié en los perjuicios que supuestamente sufren millones de personas empleadas directa o indirectamente en las cadenas productivas del sector y dan el sobrenombre de piratas (categoría con gran peso moral) a todos aquellos que copian, comparten o ponen a disposición copias digitales de contenidos protegidos por las leyes de propiedad intelectual y derechos de autor.
Además de la ofensiva moral, las asociaciones de las industrias fonográfica y cinematográfica empezaron a emprender acciones legales contra los consumidores de música y películas por descarga, demandando a miles de personas en la década de 2000, lo que contribuyó a erosionar la imagen pública de las discográficas y los estudios de Hollywood y a minar el apoyo popular a los proyectos de ley antipiratería de 2012.
Derrotadas, aunque temporalmente (como demostraría la historia en posteriores acuerdos entre la industria cultural y plataformas de streaming como Netflix, Spotify y la pionera YouTube), las asociaciones de la industria musical y cinematográfica acusaron a las empresas de Internet de utilizar sus plataformas para incitar a la opinión pública estadounidense en contra de los proyectos de ley.
El día en que Internet se paralizó, la página de inicio de Google, por ejemplo, mostraba una gran barra de censura que tapaba su conocido logotipo; al hacer clic en ella, los visitantes accedían a otro sitio web que contenía información y la petición contra SOPA y PIPA. En aquel momento, los movimientos por la libre circulación de la información y la cultura no vieron en ello ningún problema, porque la causa era noble: se trataba de defender la libertad en Internet.
La máscara ideológica de las grandes empresas tecnológicas cae cuando, después de 11 años de resurgimiento del discurso de odio, la desinformación y el negacionismo ambiental y científico en las redes digitales, por fin está prevista la votación de la Ley Brasileña de Libertad, Responsabilidad y Transparencia en Internet (PL 2630).
En vísperas de la votación, en mayo de 2023, se repite el modus operandi de 2012: la página de inicio de Google muestra la frase «PL 2630 puede aumentar la confusión sobre lo que es verdad o mentira en Brasil»; Spotify emite un anuncio con la misma frase, pero en audio; YouTube difunde información errónea sobre la PL a los creadores de contenido en la plataforma, incluso promoviendo un hashtag contrario al proyecto; y Telegram envía a sus millones de usuarios brasileños un mensaje diciendo que «Brasil está a punto de probar una ley que acabará con la libertad de expresión».
La historia demuestra que, ya sea en el pasado o en el presente, la motivación de las grandes tecnológicas sigue siendo la misma: nunca ha sido la libertad, sino el liberalismo. Nunca ha sido la defensa de la libre comunicación y el intercambio de información entre individuos, sino la defensa de modelos de negocio libres de cualquier tipo de regulación o supervisión. En 2012, esto aún no estaba claro para mucha gente; en 2023, ya no se puede ocultar.
Arthur Coelho Bezerra es profesor del Programa de Posgrado en Ciencias de la Información del IBICT-UFRJ
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