El diablo en contra del demonio, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
La opción del escritor y político Mario Vargas Llosa, así como la de su hijo Álvaro —la de llamar a votar por lo que ellos consideran «el mal menor» (o el menos peor)— es, en política, muy legítima. No es la primera vez, por lo demás, que ambos Vargas toman la misma decisión. Cuando optaron por el fallecido Alan García en contra de Keiko Fujimori, el padre Vargas llamó a votar con un pañuelo en la nariz en contra de la propia Keiko. También legítimo. Votar por el menos peor es una decisión muy política. No se endiosa a nadie, se elige poniendo condiciones, y se hace uso de un deber ciudadano.
Sin embargo, debemos decir que «el menos peor» de unos no es siempre «el menos peor» de otros. Para una persona con inclinaciones ultraderechistas siempre será mejor votar por un fascista que por un comunista y para un ultraizquierdista siempre será mejor votar por un estalinista que por un fascista. En cierto modo ambos están en su derecho ciudadano y contra eso no se puede hacer nada. Así es la democracia de masas. Para bien o para mal.
Quien escribe estas líneas subscribe en términos generales la posición de los Vargas Llosa. Un realismo pesimista obliga a no entregarse por completo a la persona de un líder o de una opción política. Solo los fanáticos, los que adoran a un supermacho, los carentes de juicio y razón, los seres-rebaños, votan por «el mejor de todos los mejores».
Votar por «el menos peor» es también mi regla.
Votar es un derecho y, a la vez, un deber ciudadano. Por eso no me cansé de llamar a votar en Venezuela, tanto en las presidenciales del 2018 como en las parlamentarias del 2020. Lo hice sabiendo que había que votar con cartas marcadas, que el CNE no es imparcial, que Maduro es tramposo por excelencia. Lo hice y lo voy a repetir, aunque sea por última vez, porque votar no solo es elegir sino también protestar, porque una elección saca a la gente a la calle, porque en las campañas electorales nacen nuevos líderes, porque esa oposición no conocía otra vía sino la electoral, porque solo se puede defender el voto si se vota y porque, con dedicación y esfuerzo, se podía, además, ganar.
Sostuve que la abstención en el caso venezolano llevaría a la nada. Y así fue: la oposición —conducida por el dúo extremista López-Guaidó, con la aprobación de oportunistas como Ramos Allup y con las indecisiones permanentes de Capriles— llevó a la nada. Ya prácticamente no existe. Pero sobre eso ya no vale la pena seguir discutiendo. La derrota es irreversible. La oposición regaló al régimen la Presidencia y el Parlamento. Quienes votaron por Falcón solo lo hicieron de modo simbólico, como un saludo a la bandera arriada por el aventurerismo, sabiendo que iban a votar sin posibilidades. La voluntad de voto fue definitivamente quebrada. Y esa voluntad no será recuperada de un día a otro, por lo menos no con esa dirigencia que jugó al golpe de Estado, que se entregó al delirio trumpista y que creyó en invasiones imaginarias.
Volviendo al punto inicial, hay que afirmar que tienen razón los Vargas Llosa. Votar por «el menos peor» es una decisión que requiere del análisis y de la reflexión. Es también una regla a seguir. Pero como toda regla, esta también reconoce excepciones.
Una excepción se da, por ejemplo, cuando no existe un candidato «menos peor» sino cuando los dos son los peores. O, como se dice en lenguaje cotidiano, cuando cada uno es peor que el otro. Una excepción que tampoco, como todas las reglas, es general.
Unos votarán en la segunda vuelta peruana (6 de junio) porque esperan obtener mejores salarios. Otros, porque esperan una baja de los impuestos. Otros, porque habrá más oportunidades para los pobres o para los ricos. Otros, porque siempre han votado derecha y otros porque siempre han votado izquierdas. Cada voto es individual y en la decisión de voto está involucrado todo el ser de cada uno. Pero, en mi opinión, digo —solo en mi opinión—: yo no votaría por ninguno de los dos. En mi opinión, repito por tercera vez. Y mi opinión no es la de un peruano que vive la vida diaria sino la de un pensador político extranjero que está profesionalmente obligado a pensar en marcos generales.
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El candidato Pedro Castillo, un típico ejemplar tercermundista con profundas raíces en el espacio rural, cree en la lucha de clases, en la polarización social, en que los ricos empobrecen a los pobres, en el antimperialismo, en asambleas constituyentes en contra de la constitución «burguesa», en el evismo boliviano, en el orteguismo nicaragüense y, probablemente, ve sin antipatía a Maduro y a Putin.
Keiko Fujimori, a su vez, cree que la economía privada produce riqueza por sí sola, en el neoliberalismo volcado hacia afuera, en que las inversiones extranjeras —sobre todo las chinas— traerán consigo prosperidad y progreso para la nación entera, en el anticomunismo como doctrina ideológica, en el autoritarismo y en las glorias militares del Perú, incluyendo las del Fujimori padre.
Desde una perspectiva internacional, Keiko está cerca del bolsonarismo, de las posiciones ultraderechistas del boliviano Luis Fernando Camacho y del fundamentalismo pospinochetista del republicano José Antonio Kast en Chile.
Y bien, para el autor de estas líneas, ambas candidaturas son peligrosas para la democracia y para la estabilidad política de América Latina. Y, como afortunadamente no voto en Perú, me limitaré a señalar que no apoyo a ninguna de las dos opciones, que no veo ningún mal menor y que lamento mucho que un país tan admirable como el de los Vargas Llosa haya caído en la bipolaridad, alteración psíquica individual que, cuando es elevada al plano político colectivo, no tarda en provocar grandes estragos.
No hay nada peor que no votar en política, lo he sostenido siempre. Pero, cuando se enfrentan fuerzas anti o no democráticas entre sí —comunistas contra fascistas, por ejemplo— también puede ser legítimo levantar la opción del no votar, aun sabiendo que esa opción carece de toda perspectiva. Pues la historia ha demostrado que cuando se enfrentan dos extremos, al votar por uno lo hacemos por el otro.
Quienes en España, por ejemplo, votaron por Podemos terminaron creando a Vox. Los de Vox nacieron para combatir a Podemos y los neoestalinitas de Podemos encontraron su destino manifiesto al oponerse al neofranquismo de Vox.
Podemos y Vox están unidos como solo la noche puede unirse con la oscuridad. Si se vota por uno, más crece el otro. Afortunadamente existen en España (todavía) opciones de centro. En Perú, no.
Ningún país es igual a los demás y las condiciones de tiempo y lugar se diferencian a lo largo de todas las latitudes. Lo importante es que el elector conserve su soberanía electoral, tanto la individual como la política. Soberanía que puede llevar a votar por quien cree mejor —o por el menos peor— o a no votar cuando, como en el caso peruano, se trata de elegir entre el demonio y el diablo.
Acerca de quién es el diablo y quién es el demonio, se lo dejo a la fantasía de cada lector.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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