El ejecutor, por Omar Pineda
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Dos veces preguntó si nadie me había visto entrar. Empleó un tono autoritario, de militar y hasta maleducado, que denotaba más aprensión que poder. No obstante, la segunda vez que lo hizo y respondí de forma calmada «no, doctor», observé que los dedos de la mano izquierda temblaban, como si tamborilearan, siguiéndole el ritmo a un reguetón que había traspasado la ventana medio abierta del local o que procedía de otra habitación del hotel y que indefectiblemente llegaba hasta nosotros.
Me miró con ojos de tigre y asintió gradualmente su cabeza en señal de aprobación, como si marcara con sello oficial que cumplía con los requisitos o que todo estaba en orden, aunque no dejó de observarme, como si destilara rabia contenida lo que no me intimidó porque en el fondo supe que tenía enfrente a un ser vulnerable, indeciso y por instante acorralado por el miedo. Con aire de fatiga me pidió la identificación.
Le entregué la carpeta y la revisó cautelosamente como el agente de tránsito que detiene al infractor en plena vía. Se quedó con el pasaporte y al devolverme la cédula, la autorización firmada por el director del Sebin y una carta de recomendación de un amigo suyo, me explicó que debía asegurarse de que yo ejecutara el trabajo y que no me fuera del país sin terminar mi trabajo.
-Usted puede confiar en mí porque no lo haría. Y aún cuando se presentara la ocasión, tengo aquí en Caracas a mis dos viejos, a mi mujer y las niñas, y a mi hermano menor en silla de ruedas, respondí, corriendo el riesgo de que la mentira fuese detectada. En ese instante pensé casi fugazmente en mi familia que pasaba apuros en Bogotá.
-Eso lo sabemos, pero comprenderás que hay gente miserable, capaz de arriesgar la vida de los suyos con tal de salvar su pellejo, exclamó volviendo a su afinación enérgica, todavía no convencido de que yo fuese la persona indicada. Hizo señas para que saliera de su despacho. Dije «gracias, doctor Curbelo», con gestos exagerados de agradecimiento y cuando iba a preguntarle si con eso me dejarían tranquilo se llevó el dedo índice a sus labios y me prohibió de forma tajante, bajo cualquier circunstancia o motivo volviera a pronunciar su nombre y apellido. Desde luego que me asusté, asentí con un movimiento de cabeza y hasta me recriminé interiormente por el error cometido. Antes de que me disculpara pulsó un timbre, apareció de inmediato un soldado quien tampoco tuvo ocasión de darle un parte porque le mandó a callar.
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Recostado en su silla reclinable y giratoria el jefe le ordenó que me condujera a la celda seis, la de los encauzados por conspiración y que me diera un bate de aluminio. Antes de cerrar la puerta sentí la ráfaga encendida de su mirada. Fue entonces cuando me dije a mi mismo, «hijo de puta, vete a la mierda porque yo no voy a golpear a gente inocente para ganarme la libertad y pasarme a tu bando».
Tres días después de mi negativa a ejecutar tan odioso acto me sacaron de la celda y un joven militar, nervioso, sin mirarme, con la vista reposando sobre una carpeta en la que supuestamente figuraban otros nombres, me dijo casi en voz baja «coño, primo… te la pusieron difícil… esta tarde vas a audiencia, junto al cabo González … reza para que la decisión sea la cárcel y no para que te hagan desaparecer».
Te lo cuento ahora porque eso ocurrió hace cuatro años y siete meses, y mira que he luchado tanto para olvidar esa pesadilla. Como verás, ya he superado ese mundo horrible de alucinaciones.
No me pidas ahora que me revuelque de nuevo en ese infierno al que sobreviví y te conceda una entrevista. Estoy seguro que a esa inmundicia le llegará el día en que pagará cada una de sus maldades. Espero estar vivo para cuando eso ocurra. Entonces, hablamos.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España