El emergente capitalismo depredador: el drama de la minería en Venezuela
Las reservas de oro del Banco Central de Venezuela cayeron 75% entre 2006 y 2020, cifra que contrasta con el vertiginoso ascenso de la minería en el sureste del país
Texto: Manuel Sutherland, Benedicte Bull y Antulio Rosales
Twitter: @Marxiando @BenedicteBull @RosalesAntulio
El ocaso de la industria petrolera venezolana, junto con los efectos de las sanciones sectoriales estadounidenses, ha traído consigo el despliegue de importantes transformaciones en la economía nacional. La implosión del rentismo tradicional petrolero, sin embargo, no ha implicado la superación de formas depredadoras y extractivas en Venezuela, sino al contrario, se han traducido en su profundización y, en buena medida, su radicalización.
Los cambios generados por la crisis en las grandes zonas urbanas se caracterizan por una apertura monetaria desordenada en la cual coexisten el dólar, el bolívar y múltiples formas de pago, así como la sigilosa privatización de activos públicos. Mientras tanto, en el sureste del país se han manifestado en la expansión de la actividad minera irregular.
Con el objeto de explicar estos cambios, en un esfuerzo conjunto entre la Universidad de Oslo y el Centro de Formación e Investigación Obrera (CIFO), hemos llevado a cabo una investigación de campo, con entrevistas a trabajadores de la minería en el estado Bolívar. Nuestras conversaciones muestran la emergencia de un nuevo modelo extractivo, con una liberalización fragmentada de la mano de grupos de poder alternativos, legales e ilegales.
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La minería de oro ha venido expandiéndose en la última década como respuesta a la crisis económica y fue progresivamente aceptada por el gobierno con creación de la zona especial de desarrollo Arco Minero del Orinoco en 2016. A pesar de los intentos de control gubernamental, las prácticas irregulares de extracción de los minerales se han extendido. La devastación de los servicios públicos esenciales para la minería, la escasez de gasolina y ahora de diésel, aunado a los estragos de la pandemia de la covid-19, ponen de relieve la precariedad de esta actividad económica y sus efectos en el medioambiente y la población.
Los entrevistados coinciden en el abandono de los servicios públicos en las zonas mineras del país, lo que demuestra la retirada del Estado en su papel de proveedor de bienes públicos y su reemplazo por grupos armados ilegales que, en colusión con algunos elementos de las Fuerzas Armadas, organizan y ejecutan la actividad extractiva. En las zonas mineras, los servicios de salud son precarios o inexistentes, lo que genera alarma por la cercanía con la frontera con Brasil y el aumento exponencial de contagios por covid-19 con la variante en ese país.
Los trabajadores mineros insisten en el control que ejercen grupos armados como los “sindicatos” y otras mafias, incluyendo grupos guerrilleros, y algunos miembros de la Guardia Nacional. Estos grupos cobran vacunas (una suerte de extorsión mediante la cual se concede un permiso para la explotación de una mina o cantera) a cambio de “protección” a los trabajadores.
Tal protección no representa otra cosa que control armado sobre el territorio y sus poblaciones: las extensas jornadas de trabajo que pueden superar las 12 horas demuestran niveles de explotación inhumanos en condiciones de extrema precariedad laboral. En las minas no hay protección social para los trabajadores, no hay servicios de salud y sus familias están igualmente desprotegidas. A estas condiciones se suma el riesgo que implica el uso no regulado (y no permitido) del mercurio, conocido popularmente como azogue, empleado de manera abundante en una zona que carece de los controles ambientales más elementales.
La coexistencia de múltiples medios de pago en la actual economía nacional no se limita exclusivamente al bolívar y el dólar, que vemos frecuentemente en el resto del país. En zonas mineras, el pago en gramas de oro se ha convertido en la norma. Los trabajadores mineros explican que los “dueños de las máquinas” en las minas les remuneran en oro. Asimismo, sus gastos fundamentales desde la comida hasta el acceso a la comunicación e internet se hacen en gramas, al tiempo que el dólar opera como medio de cambio para insumos en la industria, como el combustible y maquinarias. El pago en gramas o “puntos de oro” hace que los precios de las mercancías sean extremadamente elevados, causando presión sobre los precios que hace mucho más débil el poder adquisitivo de los trabajadores.
Productos esenciales como medicinas, que en las ciudades centrales del país pueden costar un equivalente a 5 dólares, en zonas aledañas a las canteras, pueden costar 20 o 30 dólares estadounidenses. Esto profundiza los niveles de pobreza y la rampante desigualdad entre quienes trabajan la minería y quienes controlan la actividad. El gráfico 1, a continuación, refleja una caída de 75% en la cantidad de oro disponible en las bóvedas del BCV. Este enorme descenso contrasta con el vertiginoso ascenso de la actividad minera en el sureste del país. A todas vistas, el oro no está fluyendo hacia las reservas internacionales del BCV, donde legalmente debería estar. Además, el oro que efectivamente está siendo utilizado no forma parte de las cuentas nacionales y, por lo tanto, se desconoce su destino y a quién beneficia en última instancia su extracción.
Uno de los aspectos centrales de los efectos de la minería irregular es que grupos pertenecientes al gobierno central han generado perversas alianzas con actores armados y con privados que, lejos de aumentar los ingresos públicos, han sostenido la dinámica de contrabando y opacidad. De esta manera, factores pertenecientes al gobierno estarían inmersos en mecanismos irregulares de venta de oro dentro y fuera de Venezuela, mientras que utilizan el oro como medio de pago para transacciones internacionales de compra de combustible y otras importaciones.
El gobierno ha pagado con oro la gasolina que en los últimos meses le ha vendido Irán, e incluso ha propuesto usar oro para la compra de vacunas contra la covid-19. Una vez más, se trata de transacciones difíciles de rastrear, con costos poco transparentes y que benefician a intermediarios y operadores cercanos a la élite gobernante. En la tabla 2, a continuación, vemos que hasta 2018 (último dato disponible a la fecha) ha habido un importante cambio de destinatario en las exportaciones auríferas. Suiza y EE. UU. han sido desplazados por operadores de Emiratos Árabes Unidos y Turquía, en transacciones opacas de triangulaciones que, con la excusa de sortear las sanciones, han restado transparencia a este comercio. Todo lo anterior deriva en multiplicadas oportunidades para el enriquecimiento ilícito de emergentes y tradicionales élites.
La minería en el sureste de Venezuela no representa una excepción en el nuevo modelo de capitalismo rapaz que ha venido surgiendo en los últimos años. Con el ocaso de la industria petrolera venezolana, ha surgido una fragmentada y arbitraria liberalización económica que sigue tendiendo un sustento extractivista importante y tiene su base en la violenta apropiación del oro al sur del río Orinoco.
Si bien en los últimos años en Venezuela se han ampliado espacios de mercado y nuevos actores participan en ellos, estos espacios están arbitrariamente regulados, con una presencia estatal que se limita al beneficio de la élite política y sus aliados económicos. Los beneficios obtenidos por la minería son opacos y sus ganancias benefician poco a los trabajadores y comunidades. Más importante aún, estos nuevos espacios de mercado en ocasiones se van forjando a través de las armas, la depredación ambiental y la explotación laboral.
Manuel Sutherland es economista y director del Centro de Investigación y Formación Obrera (CIFO), Caracas.
Benedicte Bull es profesora en el Centro de Desarrollo y Medio Ambiente de la Universidad de Oslo y dirige la Red Noruega de Investigación sobre Latino América.
Antulio Rosales es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de New Brunswick, Canadá.