El espíritu del 23 de enero, por Américo Martín
El 23 de enero de 1958 llegó a la cúspide el proceso que puso fin a una sólida dictadura militar de invencible apariencia. Vivir por segunda vez sería una singular enseñanza colectiva, que sin duda proporcionaría a la democracia esperada cimientos de solidez inimaginable. No sugiero ni nadie puede hacerlo que por la magia del recuerdo el próximo 23 de enero nos reserve un desenlace similar, así como el 19 de abril o el 5 de julio no están destinados a repetir los fenómenos que los consagraron para la memoria histórica.
Pero hay razones para pensar que estemos en las vecindades de un profundo cambio hacia la libertad, la democracia, la prosperidad. Las nuevas generaciones pudieron asimilar y hasta superar varias lecciones del inolvidable pronunciamiento del 58. Descifraron el enigma de la unidad de lo diverso, la vieja lección de que la unidad más nacional posible fue la premisa de las acciones que marcaron los cambios más considerables de nuestra historia republicana.
Sin el acuerdo en Nueva York de Betancourt, Caldera y Jóvito en Nueva York y en la clandestinidad de los cuatro partidos que expresaban las distintas corrientes universales, quién sabe cuánto más habría perdurado aquella feroz dictadura. Cuatro grandes líderes encarnaron aquella casi mágica unidad. A los tres mencionados hay que agregar a Pompeyo Márquez, quien no aspiraba ni podía aspirar a la presidencia pero trabajó por la unidad, incluso aprobando las conclusiones del Pacto de Punto Fijo, aunque por razones obvias su partido no pudiera ingresar en los dos primeros gobiernos de unidad.
En 2019 una amplia mayoría entendió mejor que nadie la importancia de la Asamblea Nacional, vapuleada por el régimen pero también por sectores de la misma oposición. Finalmente la razón se ha ido imponiendo. Que Juan Guaidó y la AN se elevaran a la celebridad mundial despertando la esperanza de una nación signada por la diáspora, lo prueba en forma incontestable.
La unidad es suma material, como se aprecia en el impresionante éxito movilizador de los cabildos convocados por la AN. Pero va también al ámbito espiritual. “Espíritu del 23 de enero” fue el alma de aquella unidad, el lazo fraternal anudado en la común trinchera. Mi aliado es mi hermano. Podemos tener naturales diferencias, que serán insignificantes cuando un país sepultado en la ignominia nos pide unidad.
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Protagonistas esenciales, sin ser formales opositores, son las iglesias, la católica en lugar preminente, pero también las Sociedades Bíblicas, la siempre acosada comunidad judía, los islámicos no maximalistas. El compromiso del episcopado explica la sostenida preocupación del Papa Francisco por Venezuela. Me enorgullece la amistad que he encontrado en el Episcopado, en los padres Virtuoso y Ugalde, y de manera resaltante en el recién ungido Cardenal Baltazar Porras.
– El problema que me crea tu honrosa distinción de Cardenal es que ya no sé cómo llamarte…
Me interrumpe cordialmente:
-Mi padre me inscribió con el nombre de Baltazar Enrique Porras Cardozo.
-Ah, Baltazar, cuando no esté moralmente obligado a invocar tu alta investidura.
El unánime respaldo de la Iglesia a la Asamblea Nacional dirigida por el valiente diputado Guaidó supone la reunificación de Venezuela, sin confundir necesaria justicia con abominable venganza.
A mi amigo Baltazar, síntesis de todos, dirijo una de las once bienaventuranzas del Sermón de la Montaña:
-Bienaventurados los pacificadores y luchadores sociales porque serán llamados hijos de Dios