El estrecho camino del ego, por Luis Ernesto Aparicio M.
Twitter: @aparicioluis
El ego, ese misterioso personaje que habita en cada uno de nosotros —y que unos saben manejar mejor que otros—, ha traído controversias en cuanto a los estudios de las personalidades sobre lo malo y lo bueno que puede ser ante situaciones que nos afectan en lo personal y también desde lo colectivo.
Es de la voz latina desde donde conocemos la existencia del ego que significa «yo». Es una definición que ha resultado trabajada por dos grandes disciplinas en el espacio occidental de la tierra: la psicología y la filosofía. Su estudio ha derivado en la forma más sencilla y ajustada a un inexperto como este servidor: la comprensión de la esencia del ser, el yo, la conciencia, la identidad o el sí mismo.
A todos, en alguna oportunidad, nos han acusado de egoístas en alguna etapa de nuestras vidas. Y es que a medida que vamos madurando, nos enteramos de que desde lo personal y para proteger la estima de cada uno de nosotros, es importante mantener el ego bien fundamentado, más cuando el mundo de las redes sociales —y ahora la presencia de la inteligencia artificial— nos puede hacer dudar de nuestras capacidades.
Es lógico que, hasta acá, todo pueda marchar bien con relación al ego. No obstante, hay que destacar que no todas las personas tenemos la capacidad de controlar a ese pequeño habitante en nosotros. Unos, más que otros, pueden hacerlo de forma precisa o quizás con una dosis de engaño personal.
Dentro del grupo de seres humanos que pueden sacar ventaja a su ego, por supuesto que destacan algunos artistas y, aunque son como una especie de estos últimos, también se puede ubicar a los políticos.
Sin duda que hay factores psicológicos y otros elementos complementarios que condicionan que un político sobresalga en mayor o menor grado, siempre y cuando, claro está, que se almacenen otras características como la inteligencia, educación, memoria y experiencia. Cuando existe un resumen de ellos, el político entra en una especie de etapa que no sabría si llamarla superior, para buscar la egolatría necesaria y así sentirse como lo más importante.
Algunos de nuestros políticos se han centrado en su egolatría, no para cuidar su estima como profesional de la política, sino para convertirse, según su ego, en la necesidad para un país. Y me refiero a la egolatría, porque en su empeño por satisfacer su inflado «yo», son capaces de sobreponer su subjetividad por encima de la realidad demandante.
En su desbocada actuación, aquel político entra en otra de las tantas facetas del ego: el perjudicial y tan reprochable egocentrismo. En esa circunstancia, el dirigente piensa que todas las actividades, todo lo que se vaya a realizar en nombre de su país, debe girar ante él y no en grupos, organizaciones ni mucho menos personas que no sea él mismo, porque ni siquiera de su entorno.
Cuando el egocentrismo se apodera del político es más perjudicial para el país que para él mismo, ya que buscará su objetivo de atraer, de desviar las atenciones de un punto diferente al que no sea él. Así se involucra en actos que solo son conocidos por sí mismo o un grupo muy reducido —puede que parecido a él—, pero que afectan en el buen camino de algunos asuntos que signifiquen avances para la resolución de problemas.
Pero en muchos políticos, como en todos los seres humanos, el ego se suele sentir débil y en la mayoría de las ocasiones se concibe atacado por lo que en su consciencia busca una acción que devuelva la afrenta, no importa que con ella perjudique al colectivo, que al fin y al cabo es a quienes debe proteger, como debe hacerlo cualquier ciudadano dedicado a la política.
En los actos egocéntricos podemos encontrarnos con golpes y contragolpes de Estado, guerras —internas y externas—, declaraciones falsas, invasiones, instigaciones y sobre todo interferir cuando es otro quien toma partido en algún problema que haya que resolver. Hay toda una vasta lista de acciones que, aunque perjudiquen al sistema democrático o las diferentes causas por la libertad, no son más que parte de un ego descontrolado de una persona que ha escogido mal su camino de servicio.
Es una utopía plantearlo, pero algunos amigos políticos deberían sentarse con su ego, conversar abiertamente con él y pedirle evaluar si sus acciones son parte del interés del colectivo o si se trata de un acto más de aventura, de un empeño por ser «yo» y no otros.
Y, de seguido, revisar si en sus huidas hacia adelante intenta proteger su integridad egocéntrica o, en realidad, está buscando aportar algo para la solución a los problemas de su país. Porque es cierto que el político debe atender a su ego para curtirse de confianza, pero el camino se estrecha cuando piensa que él es todo y lo demás nada.
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Puede que sea mucho pedir, pero es el ejercicio que esperamos estén realizando los que se van a la aventura y aquellos se quedan con la creencia de que ellos son la solución individual de los problemas de todos.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de Prensa de la MUD
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