El fascismo de todos los días, por Simón Boccanegra
Tal vez ese joven que agredió a Pompeyo Márquez con tanta saña y desmesura, cuando alcance unos cuantos años más de vida, recordará su «hazaña» con mucha vergüenza. El sarampión «revolucionario», manifestado de esa manera bestial, suele dejar cicatrices espirituales que no se borran nunca. Probablemente descubra, dentro de algunos años, que el calificativo de «fascista» que utilizaba contra Pompeyo es precisamente el que define su propio comportamiento y el de los que cayapearon a Yon Goicoechea. Fascismo, entre otras cosas, es eso precisamente: la fuerza bruta, la violencia física, para sustituir el debate. El culto a la violencia es uno de los rasgos que caracterizan el fascismo cotidiano; ese que Umberto Eco denominó «Ur-Fascismo», porque se esconde en algunos rinconces sombríos de la historia humana. Ese fascismo que ni siquiera se identifica a sí mismo y que se transparenta en las conductas más banales de sus protagonistas, quienes, como el buen burgués de Moliere, quien hablaba en prosa sin saberlo, son fascistas sin saber que lo son. Son reaccionarios. Podría endilgárseles también la calificación de stalinistas. Finalmente, ya la historia ha demostrado que fascismo y stalinismo no fueron sino las dos caras de una misma moneda de opresión, represión y crímenes monstruosos, cuyo combustible ideológico provenía de una misma raíz: el desprecio más absoluto por el otro, por el diferente.