El hereje que nos falta: siete años sin Teodoro, por Jorge Alejandro Rodríguez
X: @madrugonazo
Hoy se cumplen siete años desde que se apagó la voz más herética, lúcida e indispensable de la política venezolana. Siete años sin Teodoro Petkoff. Escribir esto en un país que ha descendido aún más en la penumbra, que se ha vuelto una parodia aún más grotesca de las tiranías que él combatió, es un ejercicio de rabia y melancolía.
La figura de Teodoro se agiganta con el tiempo. Hoy, su rostro en el X (Twitter) de TalCual no es solo un homenaje; es un recordatorio diario de la vara con la que debe medirse el periodismo y la política: la valentía intelectual.
Muchos recuerdan al Teodoro ministro, al guerrillero que se fugó del Cuartel San Carlos o al director de periódico que se atrevió a tutear al poder absoluto con un «Hola, Hugo». Todos son ciertos, pero no son el núcleo. Tuve el inmenso privilegio de compartir tertulias y conversaciones privadas con él, gracias a la generosidad de nuestro entrañable amigo en común Oswaldo Barreto, el intelectual que tomó las armas y alternó con Heidegger y Castro, y quien fue compañero de ruta de toda la vida de Teodoro.
Y en esas conversaciones, lejos del ruido político y la coyuntura, emergía siempre el hombre que definía todas sus acciones: el Teodoro comprometido, hasta los tuétanos, con la clase obrera.
No nos equivoquemos. El socialismo de Teodoro, su célebre ruptura con la ortodoxia soviética del PCV, no fue un mero cálculo geopolítico ni una cabriola intelectual. Fue una ruptura moral. Teodoro entendió, mucho antes que tantos otros, que el estalinismo era la traición fundamental al trabajador. Que no se podía construir la dignidad del obrero sobre la base de un Estado policial que le robaba la voz y el pan.
Él era socialista porque creía en el trabajador, no a pesar de él.
Mientras la izquierda dogmática se embriagaba con la abstracción del «proletariado», Teodoro se preocupaba por el salario real, por la inflación que devoraba las prestaciones, por el derecho a la huelga, por la productividad y por la decencia de un contrato colectivo, asunto que mostró claramente cuando le correspondió el rol de patrono en TalCual.
Cuando esta tragedia que hoy padecemos comenzó a gestarse, el chavismo intentó robarle las banderas. Pero Teodoro vio el fraude de inmediato. Vio que esta «revolución» no era para los obreros, sino contra ellos. Era un proyecto militarista y corrupto que usaba la retórica de la izquierda para instalar una cleptocracia que, como primer punto en su agenda, aniquiló el salario y pulverizó el movimiento sindical.
Teodoro nunca les perdonó esa estafa. Su lucha en TalCual no fue solo por la libertad de expresión; fue la lucha por el derecho del trabajador a saber cómo le estaban robando el futuro. Cada editorial era una bala contra la mentira que afirmaba «empoderar al pueblo» mientras lo condenaba a la miseria planificada.
Hoy, cuando vemos el salario mínimo convertido en un chiste cruel y a los líderes sindicales presos por exigir lo básico, la figura de Teodoro se vuelve imprescindible. Él es el hereje que necesitamos. El que nos recuerda que no hay justicia social sin libertad, y que ninguna revolución vale la pena si el resultado es un obrero más pobre y un burócrata más rico.
Siete años después, seguimos extraviados en este infierno dantesco. A veces, la tentación es tirar la toalla. Pero entonces recuerdo su terquedad, su rigor, su negativa a rendirse ante la barbarie.
Qué falta haces, Teodoro. Llegará el día en que podamos encontrarnos al final de este viaje, luego que Dante deja atrás a Virgilio. Y allí, nos serviremos una copa de ese Tokaji que tanto disfrutaba Oswaldo —el «rey de vinos, vino de reyes»— y brindaremos, con alegría y satisfacción por Venezuela.
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