El imitador, por Simón Boccanegra
Hay casos -y no son pocos- en que el poder descoca completamente a gente que hasta el momento de asumir un mando lucía perfectamente racional y sensata. O, al menos, normal. Uno de esos casos es el de Nicolás Maduro. Siempre fue uno de los chavistas más tratables y cordiales. En aquella célebre comisión que reunía chavistas y contrarios y se reunía, hace añales, en el Meliá, Nicolás era el más accesible y abierto a la comunicación con sus colegas del lado contrario. Es más, con frecuencia alertaba que eso no se comentara porque entonces lo fregaban a él.
También los largos años como canciller podía creerse que le dieron la experiencia negociadora y conciliadora que es indispensable en un cargo como ese. Pero, de pronto, el hombre se nos vuelve presidente de la República y todas las neuronas, sinapsis, corteza cerebral, tálamo, hipotálamo y bulbo raquídeo, en fin, el cerebro todo, se le descuadró y ha emergido un caballero que parece haberse desprendido de aquellos atributos, que parecían propios de él, para asumir los peores rasgos del chavismo, aquellos que tan bien encarnaba el difunto comandante.
Pero, segundas partes nunca fueron buenas. Lo que a Chávez le salía natural, porque él no era un actor sino que tal era su talante -actuaba y hablaba como era en realidad, por irritante que fuera- a Nicolás le sale como una caricatura de su antiguo patrón. Le ha dado por emplear un lenguaje insultante y agresivo que más produce risa, tan obvia es la intención de copiar los modos y maneras del desaparecido «comandante eterno». A veces imita hasta la entonación de la voz. Un poquito de sentido del ridículo no le vendría mal a Maduro.