El incendio de Nôtre Dame y la civilidad, por Marta de la Vega
@martadelavegav
El incendio de mediados de abril de 2019, al parecer accidental, o por negligencia con respecto a las normas de seguridad, o por un cortocircuito, de la catedral de Nuestra Señora, enclavada en el corazón de París, en la isla de la Cité, es más que un hecho desastroso. Es un símbolo. Esta destrucción no deliberada anuncia que nuestro patrimonio cultural, como nosotros mismos, está marcado por la fragilidad; que no estamos cuidando el legado civilizatorio de las grandes obras que nos pertenecen a todos, que nos humanizan y enriquecen nuestra existencia, más allá de las satisfacciones de las necesidades iguales a las del mundo animal.
Vimos con desolación imágenes y videos del recogimiento, oraciones y cantos de muchos franceses y extranjeros, iluminados sus rostros con la luz de las velas que tenían en sus manos, asombrados e impotentes, en medio de los destellos de la noche encendida por las llamas del techo y la aguja de Nôtre Dame, que sucumbieron. Sus restos quemados cayeron sobre la nave central de la más antigua iglesia gótica de Occidente y quedaron esparcidos en su interior. Sorprendentemente, la cruz luminosa y la estatua de una “Piedad”, (la Virgen María con Jesús muerto en sus brazos) del altar principal, permanecieron ilesos. ¿Es la esperanza de que ha de triunfar la civilidad sobre la barbarie?
Mientras se producían manifestaciones espontáneas de solidaridad, de donaciones para contribuir a la reconstrucción y múltiples mensajes de todo el mundo civilizado para apoyar el ánimo de los franceses y al gobierno de Francia ante esta desgracia, los tristemente célebres agitadores llamados de “chalecos amarillos”, una vez más vandalizaron varios lugares de la capital y se reunieron para protestar por tales gestos, cuando para ellos lo importante es resolver en Francia las muchas deficiencias económicas y sociales de sectores sociales empobrecidos.
Olvidan que “No solo de pan vive el hombre”. No se consideran garantes de la cultura de Occidente. Todo es culpa del “capitalismo”, aunque se beneficien de sus avances, o de los otros, porque no asumen sus responsabilidades personales: ven “la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio”. Ven de manera inmediatista y primaria el deber del Estado de suplir sus carencias y a la vez un ilimitado ejercicio de sus derechos individuales.
Sin compromiso ni práctica de sus deberes. Sin obligaciones hacia los otros ni respeto de lo ajeno. Es un denominador común que encontramos en Europa, en Francia, Alemania o España, en América Latina, en Colombia, Venezuela, México o Nicaragua, de grupos que instigan y provocan violencia cuando protestan, sea o no una razón legítima la que los mueva. Es una de las secuelas más persistentes del populismo como estrategia política para acceder al poder y como efecto perverso de su usufructo, sin contraprestación ni reciprocidad.
La civilidad es definida usualmente según varios diccionarios, como equivalente a urbanidad, buenos modales de comportamiento social, cumplir con los deberes de ciudadano. El Polités en griego, ciudadano, tiene politesse, en francés, cortesía. Civilidad también significa, según la Fundación Televisa, un valor que consiste en “el acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto que tiene alguien a otra persona”. No se trata solo de cumplir normas y leyes sino de asegurar una convivencia amable entre gente muy diversa. Es, igualmente, construir cohesión social, sentirse parte e involucrarse en las necesidades de la comunidad en que vivimos y colaborar con el “bien común”. Es una virtud social.
Al contrario, el populismo, que sigue vivo en Occidente y en los países latinoamericanos en crisis aún peor, es una amenaza incendiaria contra toda posibilidad efectiva de civilidad. Es la imposición de la ignorancia salvaje versus la democracia; el enfrentamiento entre la barbarie y el imperio de la ley.