El juicio del caballito, por Teodoro Petkoff
El escenario y el ambiente del juicio contra Laureano Márquez y TalCual, el viernes pasado, en Barquisimeto, eran realmente surrealistas. Para empezar, la bandera nacional, colocada detrás de la jueza, tenía siete estrellas y no las ocho que ahora deben ser, por orden del comandante en jefe. El escudo que va en la franja amarilla de la enseña tenía el antiguo caballito, con su pescuezo torcido. En la pantalla de las computadoras el logo del Poder Judicial larense mostraba también el escudo con el caballo en la postura que, según dijera Magnón, el emperador de la galaxia, tanto chocó a su pequeña hija y lo llevó a ordenar que se corrigiera tamaña licencia artística. Fue obedecido, ya se sabe.
En definitiva, en el tribunal donde se ventila un juicio, en el fondo, sobre el caballo del escudo —pues fue la notable operación de enderezar el pescuezo del animal y la orientación de su galope, lo que motivó a Laureano para enviar su famosa misiva a la niña en cuestión—, la revolución no ha logrado producir tan importante y decisiva reforma estructural como la de modificar el escudo. Tiene razón Chávez: el burocratismo se está comiendo a la revolución —además de la corrupción, claro está.
Pero no sólo el caballo tenía el pescuezo torcido sino que la fiscal, Doña Mariela Viloria, se dedicó a torcerle el pescuezo al Derecho con un empeño que seguramente le valdrá un reconocimiento de Isaías en su próxima incursión en la página web del ministerio público.
Empeñada en hacer comparecer a toda costa a la madre de la niña, quien con toda razón se negó categóricamente a participar de ese grotesco juicio, se le fue el tiempo en eso y olvidó citar a Laureano, así como tampoco percibió que la citación al director de TalCual, había prescrito y que el propio juicio también había prescrito.
Cómo hará la jueza para resolver este dilema, que no es de hermenéutica jurídica sino de aritmética, de dos y dos son cuatro, no lo sabemos. Seguramente recurrirá a la experta tutoría del inefable Dr. Cabrerita, en el TSJ, a quien ya se le ocurrirá cómo demostrar que un año, en tiempos de revolución, equivale a seis meses y que lo de la prescripción es una artimaña del imperialismo.
Alas nueve de la noche, cuando terminó la audiencia, salimos del edificio de los tribunales a la enorme plaza de enfrente. No había ni una sola persona en la extensa explanada. Pero se oía a todo volumen la voz de Magnón, el emperador de la galaxia. Altoparlantes adecuadamente colocados en los postes, con alcance de cuatro cuadras a la redonda, transmitían una vieja perorata suya. No era, sin embargo, como pensamos inicialmente, una cortesía de la alcaldía para con los reos y sus abogados, esto es, nosotros.
No, qué va. Ese calamar se lo tienen que calar los barquisimetanos durante todo el día y hasta las once de la noche. A juro. Puro George Orwell. La solitaria plaza adquirió, de pronto, un aire siniestro.
Nadie en ella, nadie en las calles. Sólo la voz del Big Brother, del Hermano Mayor, omnipresente, perforando la tibia noche barquisimetana.