El muerto de cada día, por Teodoro Petkoff
La horrorosa masacre de Petare es apenas la punta del iceberg. La ordalía que viven los pobladores de las barriadas humildes es indescriptible. Son prisioneros de una tenaza: por un lado, el imperio brutal del hampa; por el otro, la ausencia absoluta de protección policial preventiva y la casi total inexistencia de investigación policial posterior a los crímenes. Tres hechos de sangre recientes, que han tocado de muy cerca al personal de este diario, pueden dar una pálida idea de lo que está pasando en los hondos socavones de la miseria.
Hace poco fue asesinado un vendedor de perros calientes en Artigas. Instada la madre a hacer la denuncia ante esa policía que todavía la gente sigue denominando “petejota”, con la voz cansada de la resignación respondió que no valía la pena.
“¿Para qué? Nunca investigan nada”. El muerto ni siquiera se volvió una estadística.
Lo habían matado un miércoles y aquí los asesinatos que se registran son los de los fines de semana.
Edwin fue asesinado prácticamente frente a su madre. Ella vio al asesino.
Según dice se trata de un agente de la Metropolitana que tiene azotado al barrio. Su criterio es el mismo. “¿Denunciarlo? No van a hacer nada”.
En Carapita acaban de matar a un “yipsero” y mecánico. En 2001 le mataron un hijo, en 2002 le mataron el segundo. En 2003 lo mataron a él. La viuda, tampoco ve sentido en acudir a la policía. “Por ahí andan los asesinos” y da sus apodos. “En esta familia ya sólo quedamos dos, cualquier día nos terminan de matar”.
Los tres episodios no son aislados. Cosas como esas ocurren prácticamente todos los días. Pero hay un denominador común: la casi absoluta pérdida de credibilidad de la policía.
Dentro de este proceso de licuefacción acelerada de las instituciones del país, la de la policía asume proporciones dramáticas porque atañe a la vida y a la muerte. La gente hoy se siente más desprotegida que nunca y sabe también como nunca que la mayor parte de los homicidios y otros delitos que afectan a los pobres quedan impunes. En una sociedad donde la población ni siquiera ve objeto en acudir a la policía –aún ante la inapelable presencia de la muerte de un ser querido–, se puede considerar que ya casi no hay valores ni referencias morales a los que se pueda aferrar.
Anomia llaman eso los científicos sociales. Es índice de un aflojamiento de los resortes psicológicos que garantizan la vida civilizada. Es la vigencia de la ley de la selva.
Estamos hablando del colapso de una de las funciones esenciales del Estado y los gobiernos:
garantizar la seguridad personal. Calidad de vida no es sólo cuestión de condiciones materiales. Ese intangible que es el saberse libre del miedo y protegido en su vida y en sus bienes, por muy humilde que se sea, es un componente esencial de aquel concepto.
En este particular, aparte de cualquier otro, la deplorable calidad de vida de los pobres, que no cesa de deteriorarse, es una permanente acusación contra el Estado venezolano y contra quienes lo han administrado y, en particular, contra quienes lo administran hoy, que en casi cinco años no han podido ni diseñar ni aplicar algo que se parezca a una política de seguridad personal.