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El odio y la ciudad, por Marco Negrón   



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Marco Negrón | @marconegron | julio 9, 2019

@marconegron ‏


Uno de los rasgos más sobresalientes de las ciudades es su capacidad para alojar miles, centenares de miles, millones de personas desconocidas entre sí y que convivan en una comunidad en la que prevalezcan el respeto, la confianza mutua y la cooperación entre quienes no se conocen, aún con forasteros que apenas están de paso.

Esa capacidad se apoya en un complejo sistema institucional que incluye, desde luego, las reglas formales (leyes, códigos, normas, reglamentos, etc.) pero también –y quizás, sobre todo– una compleja batería de valores, costumbres y tradiciones no necesariamente explicitados, pero ampliamente compartidos (las reglas informales).

Obviamente, el desarrollo de esa capacidad está estrechamente asociado a las políticas de las autoridades, sean estas de ámbito nacional, regional o local, pero también a la influencia de los medios de comunicación y del liderazgo social

Si bien nuestro país presenta logros notables en lo formal –la Constitución de 1999, por ejemplo, elenca un envidiable repertorio de derechos–, en la práctica un número considerable de ellos son violados reiteradamente por las mismas autoridades o permanecen como letra muerta. A ello, de por sí muy grave, se suma una retórica que nace de la alta dirigencia oficialista orientada a condenar, descalificar y humillar a quien ose disentir, práctica inaugurada por el propio Chávez etiquetando como “escuálidos” a quienes discrepaban y ofreciendo “freír en aceite” las cabezas de algunos de sus rivales políticos.

Lea también: Apunte sobre la vejez, por Fernando Rodríguez

La gravedad de esa práctica la puso en evidencia hace escasos días el informe sobre Venezuela del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que destaca cómo nada menos que “el Fiscal General ha participado de una retórica pública de estigmatización y desacreditación de la oposición y de quienes critican al Gobierno…”, mientras que el Defensor del Pueblo “ha guardado silencio ante la violación de los derechos humanos”.

El círculo se cierra con la estrategia gubernamental de “hegemonía comunicacional”, también denunciada en ese informe, concretada en la asfixia de los medios no afines y la persecución y amenazas a los comunicadores críticos, con lo cual, además, se deja el campo libre, sin espacio para otra información, a “Los medios progubernamentales (que) difunden ampliamente esa retórica (de descrédito), por ejemplo, a través del programa televisivo semanal ‘Con el mazo dando’…”.

Acontecimientos recientes muestran el dramático tránsito de la retórica a la práctica: el asesinato, literalmente molido a palos en prisión, de un militar bajo resguardo de las autoridades, o los 58 perdigonazos disparados contra la cara de un adolescente por la intervenida policía del Táchira desnudan un ensañamiento difícil de imaginar.

Todo esto traduce un panorama, no siempre adecuadamente percibido, de corrosión de las bases éticas de la condición ciudadana sin las cuales pierde valor cualquier obra física que se intente levantar: el acelerado deterioro material de nuestras ciudades y de los servicios públicos no es consecuencia exclusiva del declive de la economía, también está asociado al desprecio y la pérdida del sentido de ciudadanía.

Así como en el mundo de la física toda acción provoca una reacción, tampoco en la esfera de la ética los ofendidos y humillados, los discriminados, permanecen pasivos: tienden a reaccionar pagando con la misma moneda no sólo a quienes los discriminan sino también a quienes asocian a estos (“resentidos, descerebrados, chusma”). Afortunadamente, como, además de tener prácticamente vedado el acceso a los medios de comunicación sobrevivientes, el comportamiento de la mayoría del liderazgo disidente es más consciente y mesurado, el daño generado es menor, pero no se debe desestimar la suma de esos dos odios encontrados.

La reconstrucción del país y sus ciudades no puede menospreciar esa circunstancia, que tiende a agravarse con la permanencia del régimen; por ello, más allá de una política de reconciliación, hay que diseñar desde ahora una estrategia de cultura ciudadana de largo plazo para los días después.

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