El olor de la desgracia ajena, por Gustavo J. Villasmil-Prieto

«I love the smell of deportations in the morning”.
Donald Trump, 6 de septiembre,2005
«I love the smell of napalm in the morning».
Lt. Col .Bill Kilgore (Robert Duval), «Apocalypse Now» (1979)
Hay que reconocerlo: el tipo lo dijo. Durante toda su campaña, una y otra vez: que implementaría una amplia política de deportaciones como parte de su plan para hacer a América «grande otra vez». Calificadas como «masivas» por organizaciones de derechos humanos en todo el mundo, las deportaciones continúan sin parar, no importa si su base legal haya tenido que ser extricada «a la brava» de una vieja legislación del siglo XVIII o reinterpretando inescrupulosamente la 14ª enmienda.
El tinglado luce muy bien montado: toda una fuerza armada desplegada (el macabro ICE) reforzada por gobernadores y autoridades locales, jueces, legisladores, un completo aparato de opinión pública y, sobre todo, por ese sentimiento de profundo desprecio por la piel morena que tan característico es de la particular sociología política de Estados Unidos, un país estructuralmente racista. El complemento lo ponen países menores, verdaderos «toy countries» como El Salvador, por el que tanto hicimos en otro tiempo.
350 mil venezolanos amparados por el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) amanecen y duermen con la angustia del portazo que anuncie la llegada de la «migra». No fueron a Estados Unidos a veranear en Disney o a pasar la noche de bodas en alguna suite del Trump International Hotel de Las Vegas, sino escapando del hambre y de la represión.
Los cazan como a animales a las puertas de escuelas, hospitales, juzgados y sitios de trabajo en Chicago, Los Ángeles, Nueva York, Houston, San Diego y Washington. El MAGA de ayer es ahora el MACA: «Make America Clean Again», no importa si los que están hasta las trancas de fentanilo y pistolas en manos de niños sean ellos: los «sucios», claro está, somos nosotros.
Y el tipo se goza en ello. Mientras tanto, en Venezuela, el liderazgo político nos invita a mirar hacia otro lado. «Bueno, pana», me dicen, «no exageres la cosa…además, el tipo (Trump) es el que nos está haciendo la tarea». Ahora lo aquí «patriótico» es tragar grueso. Y callar. Callar cada vez que el adiposo 47º presidente afirme que aquí no somos sino una caterva de narcotraficantes afiliados a la «internacional» de la droga y que decir venezolano es lo mismo que decir TDA.
Pero el olfato – el más primario de todos los sentidos– lo delata. Al respecto escribió el intelectual español Jorge Semprún, preso político en Buchenwald en tiempos del Reich alemán:
«El primer indicio que descubrimos… fue el extraño olor que nos llegaba a menudo, al caer la tarde a través de las ventanas abiertas y que nos obsesionaba toda la noche cuando el viento seguía soplando en la misma dirección: era el olor de los hornos crematorios».
Era el olor de la muerte en los campos de concentración. Porque la muerte tiene sus olores, como los de la descomposición o la carne chamuscada, como olores emanan también de la pobreza y del dolor humanos; aroma acre de orines mezclados con sudor, efluvios emitidos por los cuerpos aterrorizados de quienes terminaron cazados en una redada del ICE. Y más allá, desde algún ventanal de la Casa Blanca, la risa. Risa burlona y sobrancera; sorna que se regodea en la desgracia del hiposuficiente, del que nada tiene como no sean sus brazos como medio para ganarse el pan haciendo el trabajo que ningún americanito «#blue eyed» quiere hacer.
¿Quiénes sino los miles de mexicanos –con papeles o sin ellos– que por décadas han cruzado la frontera sur de Estados Unidos, han vendimiado desde siempre los hermosos viñedos del Valle de Napa para que en el algún «roof» de Nueva York liben buen vino? ¿Quién sino una enfermera filipina estuvo a la cabecera del americano moribundo de covid-19 entre 2020 y 2022? Una de cada tres contagiadas que murió durante la pandemia en Estados Unidos lo era. Contingencia aquella, por cierto, entre las peor gestionadas por país alguno en el mundo desarrollado, precisamente durante la primera administración Trump.
¿Quién cuida niños y ancianos solos en Florida, lava carros en Washington y culos en Illinois sino el «panchito» de tez broncínea llegado a pie tras sortear una travesía épica cruzando el Darién o el desierto de Arizona? Porque los americanos «duros» como aquellos muchachos Cartwright de la recordada serie «Bonanza» de mi infancia, ya no existen.
Ahora, ningún catirito “wasp” prodiga ni una sola gota de sudor como no sea en un gimnasio, en una partida universitaria de lacrosse o corriendo en la maratón de Boston: si la cosa se trata de trabajo duro, «¡que lo hagan ellos, la «coloured people» del Sur!»
Pero sucede que la «América grande» es también y no por casualidad, una América terriblemente enferma, ahogada en el fentanilo y en la violencia –esa violencia tan «wasp»– que descarga fusiles de asalto en escuelas y mitines universitarios llevándose incluso a sus grandes promotores, como sucedió recientemente en Utah. La misma América que, necesitada desesperadamente chivos expiatorios, los ha encontrado en nosotros.
Ésa es la América a la que esperamos ver desembarcar en algún club de playa en el Litoral, con la ilusión infantil de que sean sus «boys» los que vengan a levantarnos la casa; una renovada América de «soft words and big stick» por la que parece clamar un liderazgo opositor venezolano sublimado a «voz en off».
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Pasan de 600 mil los venezolanos beneficiados en su día con el TPS que dependen del fallo de un juez de ascendencia china en California para que no los deporten o los confinen en la Alligator Alcatraz de Collier o cualquier otra de los más de 200 «facilities» destinados a tal fin en Estados Unidos. Y corren con suerte si no acaban confinados al Cecot que renta en otro tiranuelo de Centroamérica, el señor Bukele, a quien ahora también se nos conmina a aplaudir. De todo ello parece emanar un cierto aroma del que tanto disfruta el 47º presidente en sus desayunos «ham & eggs» junto a la bella Melania, inmigrante también, pero de lozana tez blanca. Del olor del napalm decía disfrutar también, en sus mañanas vietnamitas, aquel terrible personaje de la película de Francis Ford Coppola.
En el fondo, son igualitos.
Referencias:
1.Semprún, J. (1994). La escritura o la vida. Tusquets Editores, 2. Coppola, F. F. (Director). (1979) Apocalypse Now [Película]. Omni Zoetrope; United Artists
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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