«El poder sin máscaras», por Teodoro Petkoff
La reforma de la Constitución apunta a borrar de ella cualquier vestigio de contrapesos institucionales al Poder Ejecutivo central y a extender el radio de acción de este, llevando al límite compatible con la preservación internacional de la imagen democrática del régimen (que el Presidente cuida mucho), la condición autocrática de este. Al cabo de ocho años el Estado venezolano ya puede ser definido como una autocracia. Todos los poderes están concentrados, más que en el Ejecutivo, en el puño de Hugo Chávez. Legislativo, Judicial, Ciudadano o Moral (Fiscalía, Contraloría y Defensoría del Pueblo) y Electoral responden a la voluntad del Presidente. La aspiración pareciera ser, sin embargo, la de eliminar lo que queda de posibles contrapesos al poder supremo y la consolidación del autocratismo y con este del autoritarismo y del militarismo.
La liquidación ya formal de la autonomía del Banco Central eliminaría constitucionalmente la posibilidad de un Banco Central que eventualmente pudiera contradecir la política oficial —un “estorbo” menos—; la posibilidad de destituir gobernadores de estado —lo cual comportaría, obviamente, su previa designación a dedo—, que revertiría definitivamente la descentralización del Estado y eliminaría gobernadores que de pronto pudieran ser referencias alternas al poder central; la reelección indefinida del Presidente de la República, que consagraría constitucionalmente la posibilidad del gobernante vitalicio; la subordinación del Poder Popular a la Presidencia de la República, lo cual castraría definitivamente el llamado “empoderamiento” del pueblo, son algunos de los aspectos que contemplaría la reforma constitucional —tal como el propio Chávez lo ha sugerido varias veces—, dirigidos a darle poderes realmente imperiales.
La Ley Habilitante, por su parte, permitiría sentar por decreto las bases institucionales del “socialismo”, pudiendo desarrollar la normativa constitucional restrictiva de la vida democrática, sin sujetarse a los procedimientos “engorrosos” y a la morosidad propia del Parlamento —aun en una Asamblea Nacional totalmente subordinada a la voluntad presidencial. Chávez apela a los poderes extraordinarios con el propósito de aprovechar el impulso que le han dado los recientes resultados electorales, sin correr el riesgo de que aquel impulso caiga en la “trampa constitucional” a la cual hizo referencia en su discurso de toma de posesión en 1999, cuando insólitamente trajo a colación el ejemplo de Hitler librándose de los “molestos” procedimientos parlamentarios de la República de Weimar.
Se cerraría el círculo con la creación del partido único de la revolución. Sería la herramienta para solventar “disciplinariamente” las contradicciones en el propio campo del chavismo, para encuadrar y regimentar a sus cuadros y activistas, eliminando todo potencial disidente o discrepante, y para completar el proceso, descrito por Rosa Luxemburgo, mediante el cual el partido sustituye al pueblo, la dirección del partido sustituye a este y finalmente el líder sustituye a la dirección, fundiéndose en un todo único partido, Estado y gobierno, conforme a la ya conocida arquitectura del poder totalitario, donde jefe del partido, jefe del Estado y jefe del gobierno —además de comandante en jefe de la FAN— son uno y trino.