El profesor Martínez, el de matemáticas, por Tulio Ramírez

La verdad, no me imagino que los grandes maestros que hicieron historia por su labor pedagógica y entrega vocacional, hayan tenido que vender bollitos pelones en el mercado para redondearse el sueldo. Los maestros de escuela y profesores de bachillerato no han sido históricamente los profesionales mejor pagados, pero entiendo que nunca vivieron al borde de la indigencia.
Me viene a la mente el caso de Don Simón Rodríguez. En 1791 fue nombrado maestro de primeras letras en la escuela pública de Caracas con un salario de 100 pesos. Ese sueldo le rendía tanto, que llegó a tener un emprendimiento que le generaba algo extra. Montó un taller donde fabricaba y vendía velas de sebo, jabón y otros productos. Quizás no ganaba más que los militares y hacendados de la época, pero vivía decentemente. No recuerdo alguna anécdota de su vida, donde haya tenido que dejar de asistir a sus clases, por no contar con dinero para la comida y el traslado.
El caso de Don Andrés Bello es también ilustrativo. Si bien no fue maestro de aula como Rodríguez, fue profesor privado de personalidades como Simón Bolívar y otros niños sifrinos de la época. En esa Caracas colonial era reconocido, respetado y admirado. Ese reconocimiento trascendió su terruño natal. Fue designado en 1842, como Rector de la Universidad de Chile. Allí se destacó como defensor de la educación primaria y redactor de la legislación educativa. De seguro, en su tiempo libre, no se redondeaba el sueldo vendiendo chicha andina o empanadas de chicharrón en algún mercado de Santiago.
Tampoco creo que educadores como Johann Pestalozzi, María de Montessori, John Dewey, Paulo Freire o más recientemente, los ganadores del Global Teacher Prize como el keniano Peter Kabichi, la británica Andria Zafirakou y la palestina Hanan al-Hroub, hayan aprovechado los recreos de las jornadas escolares para organizar un San con sus colegas o vender relojes piratas para procurarse unos churupitos, como fórmula para sobrevivir y seguir haciendo la gran labor pedagógica que les hizo merecedores de ese importante premio.
Sin ir muy lejos, hasta hace unos años, ser maestro de una escuela o profesor de un Liceo en Venezuela, no solo era sinónimo de empleo estable y socialmente reconocido, sino también de protección para el docente y su familia. Indudablemente que los sueldos no eran superiores a los de otros profesionales de la administración pública, pero era suficiente para vivir sin apuros.
Un maestro podía adquirir una modesta vivienda con el crédito hipotecario del Ipasme, cuyos intereses eran tan bajos que su descuento del sueldo era prácticamente imperceptible. Los docentes poseían una seguridad social excelente. Además de los créditos hipotecarios podían optar por préstamos para adquirir vehículos. Otra ventaja consistía en que gozaban, ellos y su familia, de atención médico odontológica en las dependencias de un Instituto de Previsión que, por cierto, tenía sedes para la atención en casi todo el país. En esa época los docentes tenían capacidad de ahorro y, en las vacaciones, podían hasta viajar a Curazao o Aruba para comprar la ropa de diciembre para sus muchachos.
Recuerdo que mis maestras de la escuela municipal del Barrio donde viví buena parte de mi niñez, iban a dar sus clases muy bien vestidas, con las uñas pintadas y peinadas de peluquería. En el Liceo ni se diga, la mayoría de los profesores tenían vehículo y buenas pintas. Desde el director del liceo para abajo, todo era buen gusto en el vestir. Los profesores usaban paltó y corbata y las profesoras, vestido y tacones. Indudablemente el sueldo alcanzaba.
Todos eran respetados y referencias para nosotros, unos imberbes de 15 o 16 años. De hecho, muchos de mis compañeros decidieron convertirse en profesor. En 5to. Año cuando nos tocó llenar la planilla de solicitud de ingreso a la educación superior, más de uno colocó la opción de profesor y el Instituto Pedagógico de Caracas como institución. El sueño de ser un docente respetado y admirado como los que nos daban clases, podía hacerse realidad. La prestancia de esas maestras y profesores, siempre fue inspiradora.
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Ayer vi a lo lejos al profesor Martínez, el de matemáticas (obvio, no es su apellido verdadero), el que me hizo la vida de cuadritos con la factorización, la radicación y los polinomios. Aquel que, explicando el Teorema de Pitágoras, parecía un gentleman por su elegancia y sobriedad pedagógica.
Hoy con muy avanzada edad y después de dedicar su vida a la enseñanza, está en la pobreza extrema. Me le acerqué con mucha pena para darle algo de dinero. Me reconoció. Tomó los pocos billetes y me dijo, «Bachiller Ramírez, gracias, se los acepto porque sin esos billeticos, hoy no como». Me despedí preguntándome, con una mezcla de dolor y rabia, ¿qué hemos hecho para llegar a esto?
Tulio Ramírez es abogado, sociólogo y Doctor en Educación. Director del Doctorado en Educación UCAB. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.
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