El Quijote del crimen, por Marcial Fonseca

Se sentía orgulloso de su colección del Séptimo Círculo; constantemente releía sus doce volúmenes. También ocupaba una posición de honor en su biblioteca la sencilla edición de la Los mejores cuentos policiales, volúmenes 1 y 2, antologados por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Y por supuesto, la madre de las novelas policiales en español, Rosaura a la diez, de Marco Denevi, adornaba permanentemente la mesita de noche.
Todo empezó por allá en los sesenta cuando en el cine de Duaca logró cambiar uno suplementos de Supermán, de El Fantasma y un tercero de Mandrake por una novela de Chester Himes; este lo dejó impactado y empezó a buscar más de dicho autor, y al sumergirse en ese mundo encontró a John Le Carré; y de este, ocupa sitial de honor en su estudio El espía que surgió del frío.
En sus inicios, visitó la Biblioteca de Duaca, lo más parecido a lo que deseaba fueron Los Miserables; la consideró una obra de mucho aliento y fatigó otros autores. Ya devorada mucha lectura, empezó a buscar la manera de cómo cometer él, el crimen perfecto; era la época de su ingreso a la Central.
En esta siguió refinando su gusto por el mundo literario criminal. Fue impactado por Emma Zunz del gran sureño. Todavía recuerda el final: La historia era increíble, en efecto, pero se impusó a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno y dos nombres propios.
Igualmente lo conmovió la Espada Dormida del Manuel Peyrou. Y a pesar de lo sublime de estos casos, siempre regresaba a su idea, la manera de cometer el crimen perfecto. Llegaban las ideas: irse a un pueblo, de noche, que no hubiese función de cine para evitar transeúntes desparramados por doquier. Desechó la idea del crimen aleatorio, podría haber un testigo inesperado; había que poseer arma de fuego; y adquirir una, deja muchas huellas en el camino. Él estaba convencido que debía ser un arma blanca, aunque aún tenía sus dudas; un puñal era inconcebible para él.
Estaba atravesando una calle y se consiguió la solución; y esta le garantizaría que su futuro occiso fuera un cualquiera; sería una catástrofe si la víctima fuera un conocido.
Durante varios días estuvo dando vueltas en su carro por pueblos cercanos a Barquisimeto. Luego de dos meses ya tenía una idea de cómo lo haría. Y decidió ejecutar su naciente plan.
Cuando la función del cine había terminado, salió en su carro, se fue hacia la parte oeste de la avenida principal, vio unos veinte transeúntes dispersos, se retiró por unos quince minutos, regresó y quedaban pocos peatones y arremetió contra uno, luego frenó en seco, rápidamente salió del carro y grito pidiendo ayuda; dos transeúntes se acercaron, alguien llamó a la policía, otro a una ambulancia. Esta se llevó al atropellado al hospital, que falleció en el camino. El victimario fue metido en la patrulla, lo llevaron a la prefectura y le tomaron los datos y lo citaron para dentro de una semana.
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El fiscal encargado de llevar las diligencias declaró que lo consideraría un homicidio culposo, y que esperara el oficio de inicio del juicio.
La comunicación llegó. Se presentó, se leyeron los cargos; el juez dictaminó la libertad plena.
Menos mal que mi amigo me aconsejó que para asesinar a alguien, y quedar libre, bastaba con atropellarlo, pero eso sí, bien atropellado; decía para sí el liberado.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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