El Tratado de Altamar y diplomacia latinoamericana, por Philippe Raposo y Pedro Sloboda
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Después de casi dos décadas de negociaciones, unos 200 países adoptaron el Tratado de Altamar el 19 de junio en la sede de las Naciones Unidas, que se encuentra en Nueva York. El acuerdo establece la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad marina en las zonas situadas fuera de la jurisdicción nacional (BBNJ, por sus siglas en inglés), que comprenden la altamar y los fondos marinos internacionales, zonas sobre las que ningún país ejerce soberanía. El tratado entrará en vigor 120 días después del depósito del 60.º instrumento de ratificación.
Los países latinoamericanos desempeñaron un papel decisivo durante las negociaciones del tratado y contribuyeron a la conclusión de un acuerdo equilibrado que preservará los océanos, estimulará la investigación marina y repartirá beneficios entre los países en vías de desarrollo.
Coordinados en el bloque negociador denominado CLAM (Grupo Núcleo Latinoamericano), catorce países latinoamericanos presentaron posiciones conjuntas sobre diferentes temas y establecieron alianzas con otros países y grupos regionales, entre los que se destacan el G-77+China, las islas del Caribe y el grupo de países africanos. El CLAM estuvo integrado por Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay.
Cabe destacar que en el acuerdo se incluyó el principio del patrimonio común de la humanidad. Dicho principio se basa en el esfuerzo coordinado de los países en vías de desarrollo. De acuerdo con el punto de vista de la diplomacia latinoamericana, los recursos genéticos marinos, recogidos en altamar y en los fondos marinos internacionales (y la secuenciación genética de estos recursos), son patrimonio común de la humanidad. Debido a que no se encuentran en zonas que no están sujetas a la soberanía de ningún país, se considera que estos recursos pertenecen a todos («res communis»), por lo que su explotación científica y económica debe realizarse en beneficio de toda la humanidad.
El principio del patrimonio común de la humanidad ya estaba consagrado en otros instrumentos internacionales, como la Resolución 2749 de la Asamblea General de las Naciones Unidas (Declaración de Principios que Rigen los Fondos Marinos Internacionales) de 1970 y la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982.
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La inclusión de este principio en el acuerdo BBNJ significa que los beneficios científicos y económicos de la explotación de los recursos genéticos de altamar y de los fondos marinos internacionales no pueden restringirse a unos pocos países. Los beneficios deben compartirse con los países en vías de desarrollo a través de la creación de capacidad técnica, la transferencia de tecnología marina, las oportunidades de cooperación científica, la facilitación del acceso a las bases de datos digitales de secuenciación genética y la financiación de proyectos destinados a preservar los recursos marinos. Esta idea diplomática de carácter democrático e integrador fue defendida con firmeza por el CLAM durante las negociaciones y prevaleció en el texto final del tratado.
Dicha postura, que también encabezaron los 134 países en vías de desarrollo que integran la agrupación G-77+China, contrasta con la opinión contraria, según la cual los recursos genéticos de las zonas marítimas internacionales deberían considerarse una especie de «res nullius» («asunto de nadie») y de los que se apropiarían quienes tuvieran la capacidad técnica y financiera para hacerlo. Este planteamiento restringiría los beneficios de la explotación científica y comercial de estos recursos esencialmente a los países más ricos, y en detrimento de los países con menos capacidad para invertir en estas actividades.
La divergencia de principio entre ambas concepciones («res communis» y «res nullius») fue el último obstáculo para la conclusión del Tratado de Altamar. En la última fase de las negociaciones, los representantes de más de 100 países se enfrentaron a un maratón de 38 horas ininterrumpidas de fuertes negociaciones los días 3 y 4 de marzo de este año en Nueva York.
En las últimas horas de la conferencia, y con una importante mediación de las delegaciones de Brasil y Jamaica, las delegaciones decidieron incluir simultáneamente en el acuerdo los principios del patrimonio común de la humanidad y la libertad de investigación científica en altamar.
Esta fórmula de compromiso y la adopción del tratado por consenso demuestran la fuerza del diálogo y del multilateralismo, incluso en situaciones en las que las diferencias entre Estados parecen insalvables.
El texto final del tratado, a la vez equilibrado y ambicioso, regula las actividades que comprenden recursos genéticos de altamar, incluyendo la secuenciación genética digital. El principio del patrimonio común de la humanidad obliga a compartir con los países en vías de desarrollo la información científica y los beneficios derivados de la investigación y comercialización de estos recursos. Al mismo tiempo, la libertad de investigación científica marina fomenta nuevas inversiones en capacitación, innovación y desarrollo tecnológico, preferiblemente con la participación de instituciones de investigación y científicos de países en vías de desarrollo, incluyendo a América Latina.
Philippe Raposo y Pedro Sloboda, los autores son diplomáticos de carrera y participaron en las negociaciones del Tratado de Altamar. Las opiniones expresadas en este texto son las de los autores y no reflejan necesariamente las del Gobierno brasileño.
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