El vecino de la casa de atrás, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Donde vivo solía ser un vecindario gratísimo, sobre todo por los vecinos de enfrente y los de al lado. Gentes simpatiquísimas todas con las que era un verdadero gusto compartir en fiestas convocadas por unos y otros sin que importara mucho la ocasión: aniversarios, “magnas fechas”, días de júbilo, bautizos, bodas o lo que fuere. Allí siempre estábamos nosotros “clavados”, pendientes del trago, del hielo, del condumio, los mariachis y hasta de los fuegos de artificio, todo con tal de contribuir a que los guateques de nuestros vecinos -tan queridos ellos, tan fraternos- resultaran siempre impecables.
Pero nuestros afanes por consolidar aquella hermandad que nos unía a nuestros vecinos no se agotaban en pachangas y happy hours. Porque también en las más graves dificultades por las que transitaron supimos estar allí con ellos, socorriéndolos y acompañándolos, ya fuera en medio de infortunios económicos, de catástrofes naturales que les afectaran o de sus peores broncas domésticas. Allí estábamos nosotros, con el “thermo” de café listo, las arepitas de la mañana y la sopita caliente que tan bien sienta a los que están tristes. “Véngase para la casa, vecino, que aquí nos acomodamos”, les decíamos, animados por esa máxima tan nuestra según la cual, “donde comen dos, comen tres”. De allí que nuestros vecinos de enfrente y de al lado comieran a menudo del mismo plato con nosotros, estudiaran en nuestra misma escuela y se quedaran a dormir en casa. No podía ser distinto siendo que, más que como vecinos, los teníamos como hermanos.
Siendo francos, hay que decir que no era esa la misma relación que manteníamos con nuestros otros vecinos, los de la casona grande de atrás. Mansión inmensa exquisitamente diseñada por algún gran arquitecto y rodeada de imponentes jardines, estaba separada de nuestra casa por una barda a la que ocasionalmente nos asomábamos para saludarlos en ocasión de la Navidad o del Año Nuevo, no mucho más. Muy serios y circunspectos eran esos otros vecinos nuestros.
La relación con ellos era distante si bien cordial. Jamás una discusión de patio a patio por la caída accidental de una pelota o por las rubieras del gato del uno o del perro del otro. Nunca un “sí y un no” por ruidos molestos, calzoncillos secándose al sol o filtraciones de agua entre ambos lados de la pared.
Hay que decir que aquellos otros vecinos eran en todo correctísimos. Uno de los únicos bochinches que se permitían era cuando venían los campeonatos de fútbol: ¡se volvían como locos! Los muchachos de la casona de atrás eran buenísimos en eso, los mejores del barrio.
Yo recuerdo en el año 70 al negrito aquél, al de la camiseta 10: “¡caray, vecino!, ¡qué bien que juega ese mozo!”. El otro momento de locura en aquella gran casa era con la llegada del Carnaval.
Entonces eran las chicas las que salían a bailar al patio y no había modo de no subirse a la barda y quedarse contemplando desde la distancia a aquellas beldades bronceándose al sol.
Pero más allá de eso no había mucho. Los vecinos de la casona de atrás hablaban de modo parecido al nuestro, pero definitivamente distinto. Su música –muy sabrosita ella- no era exactamente como la salsa de Oscar de León o los boleros de Felipe Pirela que con toda naturalidad compartíamos con nuestros vecinos de enfrente y de al lado. Quizás por eso crecí convencido de que aquellos impecables vecinos de la casona de atrás eran otro tipo de gente, prácticamente unos extraños, y que nuestros “hermanos del alma” eran los de enfrente y los de al lado.
Un día las cosas comenzaron a cambiar en el vecindario. A mi casa se metieron unos malandros, los de la peor especie. Acabaron con todo y se ocuparon de arrasar con lo que encontraron.
Como pudimos saltamos por las ventanas y brincamos sobre las cercas apenas con lo puesto, en un desesperado intento por ponernos a resguardo en el lugar que creímos el más natural: en casa de nuestros vecinos de enfrente y de al lado, tan queridos ellos, tan fraternos, tan hermanos nuestros de “toda la vida”, convencidos de que en ninguna otra parte seríamos mejor recibidos. La sorpresa que nos llevaríamos sería enorme.
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“Sudado y hediondo no me venga, vecino, que esta es una casa decente”, dijo uno cerrándonos la puerta en las narices. “¡Y «limpio» menos!”, agregó otro más allá, dejando bien sentado que la mejor tarjeta de invitación a su casa no era otra que un abultado estado de cuenta bancaria. Hubo quien nos dejó pasar “solo por esta noche” o quien a los tres días nos echó en cara la empanadita de la cena o nos responsabilizó por sus desencuentros maritales, de los que sabíamos ya bastante. Incluso no faltó quien, dándoselas de “selectivo”, solo le permitió la entrada al que mostrara un título de doctor, los trimestres del carro apostillados o una declaración de pureza de sangre emitida por Carlos V. “Si no, a mi casa no entra, vecino”.
Abandonados, en medio de la noche, con nuestra casa saqueada y en llamas y nuestros hijos llorando del hambre, entendimos cuán solos estábamos.
Entendimos que aquella “hermandad” en la que tanto creímos había durado lo que una caja de cerveza en una juerga sabatina y que de nada valió toda aquella generosidad entregada a borbotones en otros tiempos ahora que – como decía Yordano Di Marzo en alguna canción – “le toca hablar al billete” y nosotros, empobrecidos y esquilmados, ya no los teníamos.
Fue entonces cuando, para nuestra sorpresa, aparecieron los otros vecinos, los de la casona de atrás. Nos recibieron en su patio y en su casa. Allí, entre señas y mímicas, les explicamos nuestra tragedia.
Sus atléticos muchachos futbolistas levantaron carpas y sanitarios para acogernos mientras sus bellas chicas nos vacunaban y ofrecían viandas para aplacar la ferocidad del hambre tras varias jornadas sin nada que comer. Ahora se han decidido a enseñarnos su idioma musical para que podamos trabajar y ganarnos el sustento con ellos hasta que podamos volver a habitar nuestra propia casa.
Hermandades y amistades muestran su temple – o su fragilidad– en la hora difícil, no en la de la rumba y el fiestón. En la hora alta todo el mundo es amigo; pero es en la baja, en la más oscura, cuando por fin sabemos quién es quién.
Por lo pronto, no puedo menos que asomarme conmovido al patio del vecino de la casona de atrás, no importa que no haya fútbol ni que estemos todavía lejos del Carnaval. Para alzar la cabeza por sobre la barda y gritarle a todo pulmón desde lo lejos: “¡hey, vecino, Dios les pague a usted y a los suyos por tanto en esta hora aciaga que estamos viviendo! ¡Somos nosotros, sus vecinos de este otro lado! ¡Muito obrigado, vecino! ¡Muito obrigado!
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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