En defensa de Aníbal, por Laureano Márquez
Conocí a Aníbal Nazoa gracias a mi amistad con Claudio, su sobrino. Las cenas con María Lucía –su esposa– y él, en su casa, eran, además de divertidas, terreno fértil para discusiones de alto vuelo con la concurrencia de gente interesante. Se conversaba de literatura, de poesía, de ciencia (yo hablaba poco y escuchaba mucho, además como no existía el celular, era posible concentrarse).
Aníbal sabía de todo con detalle y profundidad, era eso que antes se denominaba un autodidacta, con justicia su hermano, Aquiles, lo llamaba “el pequeño Larousse ilustrado”
Las tertulias en su casa dominaban la cena y la trascendían, llegaban hasta el carro estacionado en la calle en interminable despedida y se prolongaban aún con el vehículo encendido largo rato (en aquellos tiempos la inseguridad no era tan extrema) y uno salía de aquella casa con la sensación de que había aprendido un montón de cosas y que tenía otras tantas por investigar y muchos libros por leer. Era un verdadero gusto escucharle.
Tan sabrosa era su conversa, que contaba que en los tiempos de su temprana juventud en El Guarataro, estando su grupo de amigos en precaria situación para pagar una entrada al cine, hacían una “vaca” y le compraban la entrada a Aníbal para que luego les contara la película, cosa que él hacía con tal regodeo en los detalles y tanta habilidad narrativa que, muchas veces, cuando alguno de ellos podía luego ver la película en cuestión, se sentía decepcionado. Con razón dijo alguna vez: “Mi infancia fue pobre, pero nunca fue triste”.
Aníbal Nazoa militó siempre en el pensamiento de izquierda, miembro del partido comunista, nunca ocultó sus ideales y luchó fervientemente por ellos usando el arma poderosísima de su ingenio humorístico y su vasta cultura. Siendo hermano de otro grande del humor venezolano, brilló con luz propia dejando una obra importante. Sus escritos muestran agudeza, profundidad y un sentido del humor tan refinado como sutil.
Participó en diversas publicaciones de humor, desde los legendarios tiempos de El morrocoy azul del que fue cofundador, pasando por la larga lista de semanarios con los que los humoristas del momento intentaron encontrar un espacio para expresarse. Con el seudónimo de Matías Carrasco mantuvo por muchos años una columna en el diario El Nacional: “Aquí hace calor”. Siempre estuvo su arte y su oficio en las antípodas de la descalificación, el insulto, las mezquindades y el envilecimiento.
La estatura intelectual de este menudo hombre de mirada siempre por encima de sus lentes inquietos, estaba por muy distante de la reyerta baja y agresiva que se daba en la arena de la lucha política de momento, como diría el Dr. Caldera, cuya candidatura, por cierto, para el segundo mandato apoyó desde el partido comunista. Eran tiempos en los que las discrepancias políticas no nos llevaban a odiarnos y éramos capaces de admirar a la gente más allá de los desacuerdos ideológicos, pues había personalidades inteligentes en todos los sectores.
A comienzos de los noventa, se intentó revivir la Cátedra del humor que tanto éxito había tenido en la Universidad Central y que comandaba –con la habitual genialidad puesta en todo lo que hacía– Pedro León Zapata. Hicimos el intento de retomarla bajo la dirección de Aníbal. Se presentó en el Aula Magna en cuatro o cinco oportunidades, sin el éxito y el apoyo (la verdad sea dicha) de la original. Hicimos un homenaje al humorista gráfico Claudio Cedeño y dos o tres cosas más entre las que se cuenta una parodia del Don Juan Tenorio de Zorrilla para representarla el día de los difuntos, como manda la tradición española. En esa oportunidad trabajamos juntos en la redacción del guion en verso, del que solo viene a mi memoria uno, cuya actualidad cobra fuerza en las actuales circunstancias:
“La cosa está tan peluda
que Scannone, el gran gourmet,
come hasta batata cruda”
Aníbal Nazoa fue, en definitiva, una figura extraordinaria de nuestra cultura, de nuestro mejor humorismo. Era de esa gente sabia desde antes, tan sabrosa de tratar y conocer. Sin duda –por su destacada actividad periodística e intelectual– merece que un reconocimiento al periodismo lleve su nombre, pero sobre todo merece, como mínimo, que los galardonados con él sean poseedores de los mismos valores de talento, integridad, cultura y honestidad que él representó