Entre zambos y búlicos, por Marcial Fonseca
Agradecido a Adrián Miquilena P. por información suministrada.
Nunca pensó que el refrán No hay mal que por bien no venga le sería tan útil, y lo comprobó con lo que le sucedió después de la redada que hizo la Guardia Nacional en la gallera del pueblo. Ya tenía dos horas disfrutando de la velada, su primera pelea fue victoriosa sin muchos beneficios, la segunda tabla y la tercera le produjo muy pingües ganancias.
Se oyeron pasos recios; entraba un teniente al frente de un operativo mientras se desarrollaba una pelea, sin embargo permitió que siguiera su curso; pero ordenó que cerraran las puertas del coso y que finalizado el combate, cada quien saliera despacio y cédula en mano.
Finalizado el encuentro, los efectivos empezaron a hacer su trabajo; el teniente observó que había una bolsa que claramente tenía un animal dentro porque su cabeza y la patas salían por sendos huecos; se aproximó a ella, la sopesó, y le pareció que pesaba mucho; la palpó con cuidado para no poner nervioso al gallo que estaba dentro, y se dio cuenta de que además había un revólver 38, cañón corto; preguntó al que fungía de responsable de la gallera por la busaca, este contestó que pertenecía al hijo del juez.
–¡Ah!, bueno, ¿quién es?
–Aquel que ve allá con camisa azul.
–Tortollini, –le ordenó a uno de sus subalternos– dígale a aquel ciudadano que venga a acá por favor.
Se lo trajeron; y le pidió amablemente que se sentara cerca mientras ellos terminaban la requisa.
Él no sabía qué pasaba. Luego le dieron disculpas, que ellos no estaban al tanto de que era hijo del señor juez y esperaban que las cosas no trascendieran. Rápidamente captó lo que estaba pasando y los tranquilizó:
–No se preocupe, mi padre sabrá de la deferencia con que ustedes me han tratado –nunca en su vida había chapeado, pero se sentía una sensación buena y agradable.
Semanas después se comunicó con un hacendado larense que conoció cuando el incidente de arriba para preguntarle por un evento gallístico que se celebraría en Carora y, hecho el güilimey, quiso saber si había hoteles decentes.
–Por supuesto que hay –contestó el otro–, pero no se preocupe, yo tengo mucho espacio disponible en mi casa de campo; y sobre el transporte, puede usar cualquiera de mis carros.
Como esperaba, para el evento caroreño recibió una invitación especial; y se comprometió a participar en una pelea con malatobo.
Llegado el día, sin embargo, no se percató de que por ser especial estaría casi todo el conglomerado gallístico del estado. El alcalde estaba acompañado del juez del distrito; el primero le dijo a este que el hijo de un colega suyo estaba presente.
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–¿Quiere conocerlo? –le preguntó–, es aquel que está con esas dos damas en esa mesa.
Se volteó y lo vio.
–¿Ese? Claro que lo conozco; ese es el hijo del que carea los gallos para ver si están aptos para la pelea, chequea que las espuelas sean las correctas, etc. Viéndolo bien, no me gustaría conocerlo.
A partir de ahí, el hijo del juez de peleas de gallos dejó de recibir atenciones especiales.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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